Ver y valorizar True Detective 6 años después de su estreno es un lujo, como respirar la bocanada postrera antes de morir, o recordar los últimos momentos de un sueño que se desvanece. Hay todo un mensaje en las miradas del «Dramatis Personae», todo un mundo y una historia en ellos, aparte de la que acaece. La polaridad es vital; es una obra de polos paralelos que nunca convergen, que se rozan mutuamente, y que navegan entre ellos a través de 8 capítulos antológicos y catedráticos, ya no sólo del detectivesco, sino del rótulo filosófico y moral.
La dramatización es colosal, fantasmal para la mente porque es familiar: Woody Harrelson rompe los esquemas del hombre común porque los arranca de la realidad y los plasma en la obra. Matthew McCounaghey es una representación, un ápice de la mente humana que permea la obra y rompe los moldes temáticos, no es pesimismo, sino realidad que fustiga, que cobra sus deudas, taimada y retornante. Hart y Rust son dos caras de la realidad, el reverso y anverso; un lugar donde la oscuridad y la luz son uniformes, una noche fulgurante.
La ambientación es una forma en sí misma, el pantano te musita, los barrios te oprobian; el hogar de Hart es familiar, porque se resguarda el cariño, pero también es nicho de peripecias conyugales: es real.
Rust vive del Mundo y de su vacuidad total, casi arquetípica y en el que se complementa la vida y la muerte.
La serie es de una elocuencia afable, pero de una misiva intrínseca desgarradora, que te arranca a jirones la mente, a profundidad y con cadencia de suspiro.
La lentitud del desarrollo es un murmullo, pero toda la obra es un completo alarido.
True Detective es poesía metafísica, es filosofía aleccionadora y una pieza lata de la cinematografía para la historia.
9.4/10