Un experto ladrón de joyas, que pasó gran parte de su vida en la cárcel, conoce a un poderoso gángster que desea contratarle para un encargo.

Michael Mann, uno de los cineastas modernos más interesantes, impregnó de su personalidad a este policiaco duro, seco, de trama simple pero efectiva, donde sobresale su afición por los ambientes nocturnos, por esa atmósfera peculiar, urbana, que rodea a tipos solitarios regidos por un código inamovible. James Caan, en uno de sus mejores papeles, es un individualista que labra su porvenir al margen de la ley, quien persigue realizar un sueño atisbado en sus años de presidio: encontrar a una mujer, tener un hijo, formar un hogar, rendir homenaje al hombre que le enseñó todo lo que sabe, ganar el suficiente dinero para no necesitar rebajarse ante nadie, cumplir sus metas siempre a su modo, sin ceder un milímetro ante los buitres que anidan en el horizonte. El sistema está corrupto, oprime a los débiles, no deja otra salida que la violencia.

La maestría de los diálogos ayuda a construir a personajes de carne y hueso, seres golpeados, aferrados a un último resto de ilusiones. A veces son los momentos de calma, instantes embargados de lirismo, suspendidos en la noche, envueltos en el silencio de la ciudad dormida, cuando la intriga se detiene y presenciamos una conversación en la que dos personas desnudan su alma, lo que eleva la película y le confiere su identidad.