La desaprobación de los cobardes es el elogio de los valientes.
Ministerio de magia, ¿cabe un oxímoron más repulsivo o atroz? Pues no.
Y así es esta película, la fantasía convertida en el narcótico más potente inventado por el hombre, la imaginación parecida a una sesión de cualquier pueblo de cualquier ayuntamiento español y te mueres, del susto, de la impresión, vade retro, la libertad en corsé, el riesgo en rutina, la aventura en burocracia, el juego en informe, la alegría de vivir y probar en una condena absurda preñada de tanto penar, un todo muerto y pesado, desangelado, sin alma, sin sangre, sin vida, sin gracia, sin esperanza, sin nada.
Es como una al cementerio guiada visita, que además nos queda lejos, fantasmas drogados, espectros dormidos, entes derrengados, cuadrilla de severos deprimidos a puntito del suicidio, un sueño pesadillesco de puro hueco perpetrado por un de carrera funcionario en sus días moscosos o de asueto.
Plúmbea, mastodóntica, inane, cargante, creo solo recordar un efímero momento medio mínimamente emocionante o tal vez humano*... entre las dos horas de suplicio blando, de tormento mullido, y lo cortan los cabrones, lo demás es papilla mortalmente aburrida, insípida, incolora, como el traje prestado de un banquero helado de frío, carajo, algo espantosamente vacío, tedio, profundo.