Quizás por su origen indio Shaymalan ejerce desde siempre como encantador de serpientes. Las serpientes claro somos el público hambriento de historias extraordinarias y misteriosas que bailamos al son de las vibraciones del pungi de M. Nigh. Claro que la cosa tiene truco. Viene de perlas que las serpientes sean sordas, tengan hambre como ya hemos dicho y que el encantador siempre guarde las distancias de seguridad. 

La novela gráfica francesa "Sandcastle" publicada en 2010 del escritor Pierre-Oscar Lévy y el ilustrador Frederick Peeters, que le regaló su hija reunia los elementos necesarios para que el director decidieera volver a tocarnos la flauta (pungi). El problema es que las serpientes también vamos aprendiendo y pasado el deslumbramiento inicial al salir de la cesta cada día nos cuesta más bailar al son que nos toquen.

Todo en esta historia sucede deprisa y las posibilidades que ofrece la más que evidente metafora sobre la fugacidad de la vida se pierden entre trucos de salón efectistas que apelan al trágala del espectador en base a pasar un rato entretenidos y saber si los ratones de laboratorio encontraran la salida del laberinto y de que manera.

No me extenderen en las multiples incongruencias de un guión lleno de agujeros, puede ser hasta entretenido irlas anotando. El reparto coral ejerce de maniquies con profesionalidad, en un bello entorno y la cámara de Shaymalan alterna entre la cal y la arena. Tampoco se resiste el director que suele guionizar sus trabajos a añadir de su cosecha una coda explicativa a todo el asunto. Craso error, lo inexplicable siempre aviva la llama de la imaginación y el espectador hubiera podido rellenar las carencias.

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