Ya lo comentó Oliver Stone al ver el final de la serie, que le pareció algo ridículo, inverosímil, y muy violento. Lo de violento en sí mismo no tiene porque tener un carácter negativo, pero al ver no sólo esa última escena de la serie, sino casi una temporada tras otra desde la primera el espectador recibe una dosis sorprendente, alucinógena, de cómo un simple profesor se transforma en un adalid del crimen, capaz de matar al más fuerte con un alfiler. Y mira que los primeros capítulos me engancharon a Breaking Bad como nunca lo había conseguido otra serie. La idea de volverse malo tras recibir la noticia fúnebre de tú propia muerte y así dejarle a la familia unos posibles para el porvenir es cojonuda. Ofrece una cantidad de posibilidades enorme para llevar el argumento por caminos inverosímiles, distintos a lo visto. Había un campo abierto para abonarlo con dudas existenciales, complejos de moralidad, resentimiento, venganza, ira, culpabilidad, justicia, y los creadores de la serie y supongo también la cadena no hicieron otra cosa que rastrillar ese campo sin sacar fruto. La convirtieron en un corre que pillo de persecuciones y tiroteos, explosiones, traficantes, dinero, policía, en un rodillo cada vez más grande que parecía llevar lleva a algún sitio y tan sólo eran efectos especiales. Muy buenos, por supuesto, la fotografía, la puesta en escena es excepcional, las interpretaciones en general son decentes destacando mucho la de Bryan Cranston, muy por encima de los demás actores, pero al parecer se gastaron toda la pasta en el envoltorio y al abrirlo vino la decepción, al menos la mía. Había pedido un Walter White tal vez arrepentido, atormentado por su maldad, aniquilado por la enfermedad, pagando en vida por los crímenes cometidos, y en cambio me sale de la caja, de la fastuosa caja, un muñeco de Macgyver metiéndome el dedo en el ojo y acribillándome el cuerpo con cientos de clips por criticar de mala manera ésta su reposición. No tenía conocimiento de lo rencoroso que podía llegar a ser este hombre.