El director de “Los descendientes” (Alexander Payne), vuelve a retomar en esta nueva película las relaciones familiares como base de una historia, muy diferente a la anterior, pero de mayor calado emocional. La película donde un hombre muy mayor (Woody), con antiguos problemas etílicos y con un alto grado de estar situado entre éste mundo y el otro, o sea, la etapa de la vida donde la vejez te lleva a una realidad mitad ficción mitad realidad; cree a pies juntillas que ha sido premiado, mediante una carta publicitaria que le llega, con un millón de dólares y debe ir a recogerlo a una ciudad muy lejana. Su esposa, toda sensatez y cordura, intenta por todos los medios evitar ese viaje, pero como que él está empeñado en hacerlo, al final su hijo David decide acompañarlo, lo cual permitirá a David conocer mucho más profundamente a su padre, conocer muchísimos detalles de su vida que desconocía completamente y por ende estrechar mucho más los lazos entre ambos.

La película nos enseña que muchas veces (sobre todo en la relación padres-hijos) la persona más cercana, nos es del todo desconocida; que la figura del padre es tan poderosa que podemos llegar a desconocer todo de él, su humanidad, sentimientos y su propia vida anterior. Alexander Payne nos muestra esta historia, netamente americana, al más puro estilo neorrealista italiano (incluso está rodada en blanco y negro) pero tan explicativo de la interioridad humana y de las relaciones entre familiares, como podía hacerlo Ingmar Bergman.

La gran actuación de todos los actores junto con una sencilla pero efectiva banda sonora y una muy buena fotografía, convierten la película en la mejor del año (según mi criterio).