Hay ciertas películas que toda persona que se considere amante del cine debería ver. Esta obra de Kenji Mizoguchi es una de ellas. A nivel técnico es de una belleza inigualable. Cuando contemplas ciertas escenas te parece estar ante una obra de arte, un cuadro en movimiento. Goza de una fotografía impecable, unos claroscuros que penetran en la psicología de los propios protagonistas y que los persiguen durante toda la película. En cierto modo podría decirse que tal vez Mizoguchi sin saberlo haya creado como rasgo principal de esta cinta un claroscuro que tambien representa la dualidad de sus personajes masculinos. Esa lucha contra el bien y el mal. Ese intento de racionalizar los instintos mas despreciables.
La historia, basada en una leyenda japonesa es una critica moral bastante incisiva. Nos habla de la historia de dos hombres que abandonan a sus esposas en plena guerra guiados por la codicia, el poder y la fama. Genjuro es un ceramista que podría vivir holgadamente con su mujer y su hijo pero quiere enriquecerse a toda costa vendiendo sus obras aprovechando un momento oportuno para ello. Tobei sin embargo quiere ser samurai. Sus sueños de fama, poder, riqueza y admiración no incluyen a su mujer. La necesidad de ser respetado y valorado es mas imperante que el amor que siente por ella.
Y es que la avaricia rompe el saco y nuestros protagonistas lo descubrirán demasiado tarde; cuando sean sus mujeres las que tengan que pagar el precio de las consecuencias de sus actos y cuando no sea posible volver atrás ni recuperar lo perdido.
En medio de este caos de hombres que saquean poblados extremando su violencia y de mujeres que se convierten en seres frágiles y victimas indirectas de la guerra surge el personaje maldito de la princesa Wakasa.

Un ser demasiado exquisito y delicado para ser de este mundo.