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Voto de Eduardo:
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Western. Acción
En los años de la revolución mexicana, un aventurero del ejército norteamericano dirige a un grupo de soldados dispuestos a terminar con la hegemonía del bandolero Córdoba, y así destruir los cañones, que dicho revolucionario ha robado al ejército de los Estados Unidos. (FILMAFFINITY)
19 de enero de 2019
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Paul Wendkos no se prodigó mucho en el cine, pero en la televisión era un todoterremo. En 1970 viajó a Almería para rodar Cañones para Córdoba, una mezcla de lugares comunes extraídos de Doce del patíbulo, Los profesionales y Los siete magníficos, con algún guiño al spaghetti western. La historia gira alrededor de un grupo paramilitar que ha de llevar a cabo en México un trabajo sucio del que no puede responsabilizarse el ejército estadounidense. Hay un bandido mexicano muy sanguinario y osado (Raf Vallone, todo dientes y sonrisas untuosas), y el dispar comando que ha de arrancarle la sonrisa de la cara, al mando de George Peppard (qué guapo era ese hombre, y qué mal dirigió su carrera). Entre los arriesgados mercenarios reconocemos a gente hoy olvidada, como Nico Minardos y Don Gordon, amén de Pete Duel, que tuvo el detalle de suicidarse al año siguiente. Para acabar con Córdoba, nada mejor que una moza de carnes prietas y ojos desmesurados, que ya había sido violada con anterioridad por el muy rijoso: Giovanna Ralli, en la época en que el cine estadounidense le daba algún papelito. Entre los malos cabe destacar al huidizo Hans Meyer y al inevitable Aldo Sambrell. La película se ve sin el menor esfuerzo, dinámica, ruidosa y gamberra, con explosiones, cabalgadas, tiroteos y todo lo indispensable para un buen rato de descerebre. De fondo anima la función el gran Elmer Bernstein, aquí un poco despistado con lo de la música latina, y hasta se atreve a plagiar sin inmutarse el Romance anónimo, como quien no quiere la cosa. Mirad, películas como ésta hay a montones, pero siempre da un pelín de nostalgia revisarlas, sobre todo porque en aquellos tiempos las despreciábamos como si pudieran contagiarnos alguna enfermedad. No había para tanto, es la conclusión.