El minari es como en nuestro perejil con la particularidad que la primera cosecha se debe tirar toda. El paralelismo está servido sin ningún secreto ni dobles lecturas. "Minari" narra a través de los ojos de David -el mismo director con 7 años de edad- la vida de una familia de origen coreano que se traslada a Arkansas después de haber comprado una granja con tierras de cultivo fruto de diez años de ahorros. Su sueño es dejar el trabajo repetitiva de sexadores de pollitos y poder vivir de la producción de hortalizas.

Los ingredientes y anecdotario diverso que conforman toda la historia siempre se nos presentan con una mirada amable, emotiva, sencilla y también convulsa para acabar convirtiéndose en una alabanza autobiográfica y casi catártica del vínculo familiar como energía que impulsa la propia existencia. El mismo director nos cuenta sus emociones al rememorar su propia vida y comprobar como él mismo "estaba aprendiendo" de la experiencia del rodaje.

La visión sincera y transparente se quedaría coja si no estuviera completada por unas interpretaciones en la misma línea de veracidad donde nunca aparecen las dobles intenciones, una fotografía nítida y una música bastante evocadora. Aunque se apuntan ligeramente, la película no cae nunca en desdichas de profundidad en torno a aspectos como la soledad, el choque cultural o la aceptación de aspectos tan íntimos como las creencias arraigadas en el territorio dando a entender que la integración va un poco en esa dirección. Se puede discrepar de estos planteamientos pero lo que resulta innegable es la delicadeza y humanismo que se desprende.

Recomendable para disfrutar de un drama honesto de supervivencia y resurgimiento con los lazos familiares como herramientas de navegación imprescindibles y poderosas. (7)