Sean ustedes bienvenidos a la última película de Adrien Brody. Este hombre tiene puntos en común con Nicolas Cage. No me refiero a la alopecia, sino a ser capaz de empezar brillantemente, incluso con un Oscar, para con el paso de los años terminar dando tumbos en una carrera difusa, llena de altibajos, con títulos cada vez más raros y malos.
Aquí, el narigudo actor hace de un psicólogo que, como el niño de “El sexto sentido”, en ocasiones ve muertos. Los fantasmas le visitan, pero son demasiado poco creíbles, pues se reflejan en los cristales, viajan en tren y además son sus pacientes.
Mal empezamos cuando se trata de una de esas películas en las que se encadenan sin cesar los hechos extraños y el protagonista se queda tan pancho. Ni se asusta mucho ni tiene demasiado empeño en descubrir el misterio. No creo que el personaje tenga un comportamiento normal.
Eso de todas formas da un poco igual, pues el guion está tan mal estructurado que en vez de guardar la explicación para el final, nos la dan a mitad de la película, así sin más. Se desvela todo el pastel muy pronto, y además sin que haya de por medio la típica investigación.
Le viene muy bien al director que el tren pase justo enfrente de la ventana, pero ¿esto es normal? ¿Quién iba a comprar una casa al lado de las vías, para que los pasajeros del tren puedan verle al pasar? Es absurdo.
Pero bueno, aparte de eso, el único y principal fallo del film es tener un desarrollo lento y aburrido que consigue que interese bastante poco. El caso es que la idea argumental es una más en el subgénero de fantasmas, pero se podría haber llevado bastante mejor para hacer algo medianamente entretenido. Supongo que la culpa es del director, más que del actor, que en el fondo hace buenamente lo que puede. Esto ni da miedo, ni entretiene ni nada. Curiosamente, dura solo 90 minutos y se hace larga.