El señor Hardy había amenazado repetidamente con seguir filmando películas después de aquella cosa del 007 en la isla desierta. De la otra cosa, de lo que rodó con Michael Knight después, ni un solo comentario. Pero no porque no merezca hacerse, sino porque no existen pruebas de la película. Al parecer, a los únicos tres gerentes de videoclub que tenían una copia, los quemaron un sábado por la tarde en una plaza. Indemnizaron a las familias, pero ya se sabe que el dinero no lo es todo y que la pena es la pena, y que sólo el tiempo la mitiga.

Si a los directores de cine que firmaran esperpentos de vergüenza ajena como esta mariconada de Los gilipollas de diciembre, los ataran por las muñecas y les dieran porrazos con una sartén, probablemente otros realizadores de medio pelo se lo pensarían dos veces antes de agarrar la cámara. Le agradecería encarecidamente, señor Hardy, siempre que usted dispusiera de un hueco en su agenda, que se deleitara con "Los niños de San Judas" (puestos a comparar cintas de niños huérfanos), y que al acabar (o durante el visionado, si así lo prefiere), se introdujera usted una granada de mano por el culo. Un servidor no tendría inconveniente alguno en tirar de la anilla con los dientes.