Hay películas de terror en las que uno desea que el monstruo antagónico no se muera nunca, como pasaba con la primera película de Terminator, que se acercaba mucho al género de terror, o con la película de Christine, de John Carpenter; porque cuando ese monstruo se muere significa que se ha acabado una maravillosa película que te llenaba de intensa emoción al ver villanos de esa clase actuando como el terror de la película.

No son villanos que aterrorizan al espectador, sino que son villanos que satisfacen el deseo del espectador de ver cómo juegan a un intenso pilla pilla con su víctima, porque son como enviados de la propia vida, que es cruel, para hacerte pensar que la vida a veces es caprichosa con la gente que es arriesgada, pues esos se pueden enfrentar a un villano como el especialista Mike, que es el villano en la primera parte de la película, pero ya lo que hace a esta película doblemente mejor es que en la segunda parte el villano ya no es él, sino las víctimas a las que en un principio perseguía, y esas se convierten en ese tipo de monstruo villano que viene a traer muerte de una manera juguetona, cruel e intensa, tarden lo que tarden, que nunca pararán hasta llevar a cabo su misión de dar muerte.

Amo ese tipo de películas de terror en las que la víctima en realidad vive una intensa y emocionante aventura propiciada por un repartidor de muerte, un repartidor de muerte que siempre llega cuando has ido buscando emocionantes y arriesgadas aventuras, y la vida se lo regala a las víctimas con un juego del pilla pilla letal, y esta película es una de esas emocionantes películas. De hecho, la manera en la que se juegan con los planos del auto en esta película le añaden belleza, así como la selección de canciones para la banda sonora, y también las situaciones creíbles que se muestran que podría tener cualquiera antes de ser perseguido por un enviado de la muerte, que es teniendo conversaciones insustanciales (aunque aquí exageradas) con las amigas, como es el caso en esta película.