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España España · malaga
Críticas de alvaro
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Críticas 84
Críticas ordenadas por utilidad
5
30 de octubre de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Admito mis reparos por el teatro filmado y aun reconociendo muestras excelentes como son “La soga” (1948), “Doce hombres sin piedad” (1957) o La huella (1972) de tramas apasionantes e interpretaciones bordadas, todas se me antojan una buena filmación de una sesión teatral, pero no propiamente cine, porque el lenguaje esencialmente cinematográfico (cámara, imagen, tiempo) está subordinado si no sustituido por el lenguaje oral: una copiosidad verbal que termina por suplantar la narración propiamente fílmica. La cámara queda delimitada por el escenario, lo que condiciona el plano, esto determina el montaje y el tiempo se ve afectado.

Hilda Crane, pese al esfuerzo de la producción por “exteriorizarnos” algunas de las secuencias, se resiente del confinamiento escénico que impone un argumento dialogado que versa sobre un tema cuya presunta incomodidad pretende ser la mejor de sus bazas, pero que en 1956 no resulta tan palpitante ni tan escandaloso como sugiere la película. Y hoy, desde luego, algo insulso.

La denuncia de la hipocresía en las convenciones burguesas de la América de los cincuenta retratada en los devaneos de una divorciada, algo talludita (y algo extraviada, todo hay que decirlo), deshojando la margarita entre dos antiguos pretendientes no nos parece insólito en la sociedad estadounidense de los cincuenta. Recordemos que del mismo año data la “indecente” Baby Doll… que además de unas cuantas candidaturas a los Óscar consiguió poner de moda los insinuantes camisones rabicortos.

Así que resulta probable que su oportunidad pueda explicarse en el contexto del boom y prestigio del teatro en el cine del que gozaron estas adaptaciones en los cincuenta.
Y al hilo de la anécdota sobre Baby Doll, quizá Tennessee Williams tenga que ver con el teatro filmado o, más precisamente, con sus excesos. Si bien este subgénero se ha cultivado desde el cine mudo, el dramaturgo logró colocar nada menos que diez títulos de éxito entre 1950 y 1960. Directores consagrados (Kazan, Mankiewicz, Brook, Huston) y actores tan reputados como “metódicos” (Brando, Leigh, Newman, Cliff) nos inundaron los cines de introspectivos personajes sufrientes, tan sensibles como victimados, moviéndose en hogares y familias asfixiantes en torno al aura de una madre edípica. A propósito, el día que confeccionemos la relación de películas sobre el conflicto edípico nos sale un tour de Filmaffinity.

Hilda Crane encajaba en esta moda de dramaturgia filmada, pero ni Philip Dunne es Mankiewizc ni Samson Raphaelson es T. Williams, tampoco las actuaciones tienen el glamour que emanaban las stars system filtradas por Strasberg. Jean Simmons está discreta, Jean Pier Aumont anodino y Guy Madison olvidable, como siempre.
En definitiva una producción aceptable en lo formal, correctamente filmada, pero falta emoción narrativa y alma cinematográfica.
alvaro
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6
16 de enero de 2022
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fue el año de La gata sobre el tejado de zinc (1958), de El largo y cálido verano (1958), de La pequeña tierra de Dios (1958), de De repente el último verano (1959), de El ruido y la furia (1959) y… por qué no adaptar otro dramón meridional, Next of Kin, de Lonnie Coleman, rebautizado para la pantalla Hot Spell (¿A quién se le habrá ocurrido lo de Trágica Fascinación?).
Hot Spell resulta uno de esos calenturientos y caliginosos dramas sureños de formato y contexto tan caros a Tennessee Williams, en los que un naturalismo sofocante, de estío y pasiones, encierra una mentira familiar compartida que asfixia individualmente a cada miembro a costa de preservar la institución doméstica hasta que, invariablemente, el final de la canícula provoca la catarsis.
La película se empeña en su hechura teatral con escenarios escasamente dinámicos y un exceso de entradas y mutis de actores en el plano que constriñe el ritmo cinematográfico, sacrificado a la verbosidad de diálogos propios del original, olvidando que en el lenguaje del cine se puede -y se debe- narrar sin la explicitud de las palabras.
El elenco actoral está reseñable, con la contrariedad de que una avejentada Shirley Booth -contaba sesenta años- replica conyugalmente a un cuarentón Anthony Quinn, detalle que precisamente chirría habida cuenta del intríngulis marital de la trama.
Vista hoy, lo trasnochado del planteamiento argumental paradójicamente rescata la memoria de la inicua existencia de mujeres obligadas a la apariencia hasta lo enajenable.
Aviso a almas sensibles porque aquí el patriarcado está asistido por el heteropatriarcado.
alvaro
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6
11 de agosto de 2020
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Más aún que en el de sus truculentos compatriotas, en el cine de kurahara aparece una fascinación por los imbéciles que parece resolverse en una conjura de necios. En esa morbidez inexplicable parece cifrar Kurahara la crítica contra una sociedad tan capaz de crear descerebrados como de despacharlos con la misma naturalidad, pero el vehículo utilizado para expresarlo acaso renquea.
Alrededor de 1960 las nuevas olas, japo, checa, inglesa y demás, ya sean adelantadas o remedo de la francesa, se pirran por el compromiso, la radicalidad y la transgresión tanto en los planos formal como temático. Y, precisamente, en la temática es donde a menudo la apuesta se presta a la confusión; si bien es razonable el parentesco de Los pervertidos (1960) con Al final de la escapada (1959) también es aceptable que el acierto de esta última es ser un (homenaje) simple negro de serie B que retomaba a los clásicos (J. Lewis, N. Ray, E.G. Ulmer) y los re-estiliza a la manera nouvelle vague, mientras que Kurahara en el empeño de aquello de que el mensaje es el medio incurre en una realización algo frenética por no decir histérica, eso sí, en sintonía con los personajes, elenco en el que se lleva la palma el protagonista, interpretado por un actor bastante bufo, que parece aquejado del síndrome de Tourette, con una estereotipia de muecas y gruñidos que dramatizan una crisis existencial modulada por música de jazz, cuando el joven no pasa de inspirar más que a un maleducado “psicopatizado” por la impunidad que le proporcionan la lerdez de sus víctimas.
Lo que en el Michel de Godard es inconsciencia, desfachatez y enamoramiento, en el Akira de Kurahara resulta la cruel zafiedad de un trastornado. El mensaje se confunde y los personajes se desdibujan.
El riesgo es que las pasadas de rosca terminan por parecer caricaturas en vez de cine (que se lo pregunten a Tarantino)
Puede resultar entretenida y curiosa para los interesados en la nuberu bagu o nueva ola japonesa. Prescindible para el resto.
alvaro
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5
26 de mayo de 2020
2 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un producto de estas características puede contar con un buen planteamiento, una trama interesante, un desarrollo trepidante, una realización impecable, incluyendo filmación y montaje, interpretaciones aceptables…pero todo, absolutamente todo, se supedita a la credibilidad axial del producto. Y el eje de todo este entramado gira en el personaje protagonista: una policía rayana en la idiocia. En las series de inspector Clouseau puede tener gracia, en las de Forbrydelsen resulta una tomadura de pelo al espectador. Por qué…
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
alvaro
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6
30 de junio de 2020
1 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Exagerada y grotesca, heredera de la intelectualidad bizarre, ese híbrido a caballo entre el intelectualismo y lo epatante, que solo parecen apreciar los franceses y que enlaza creadores tan dispersos como Artaud, Bataille, Foucault o Ionesco .
Se trata de una traslación a la pantalla de la pieza “Las criadas”(1947), obra hipertextual de Genet, cuya peculiar concepción teatral de la puesta en escena impregna la adaptación cinematográfica: la representación domina sobre lo fílmico en una dramatización que cae deliberadamente en el histrionismo e incluso en la pantomima (no en vano es la película con más bofetadas que recuerdo), las interpretaciones se muestran deliberada y exageradamente declamatorias y gestuales en el intento clásico de despertar la catarsis en el espectador (y también la exasperación). Tal es así que una más que apreciable realización -fotografía y composición de encuadres- queda apabullada por el tremendismo dramático.
Genet se encontraba preso en el momento de la redacción del texto, coyuntura que exacerba su ya escabrosa condición entre la rebeldía y la delincuencia, y que se trasluce en la obra escenificando la oposición dominante-dominado en una suerte de lucha de clases que más allá de lo político alcanza la antinomia amo-criado, burgués-proletario, hombre-mujer, homo-hetero, muy en la línea de la historia de la sexualidad de Foucault y de las nuevas tendencias sobre identidad. El argumento se inspira espuriamente en el caso de las hermanas Papin ocurrido en 1933, si bien el propio Genet siempre lo negó.
Con tal presupuesto, Papatakis -ex Anouk Aimée- del que no sabemos más que venía de coproducir “Shadows” (Cassavetes, 1959), filma esta obra cuyo contenido y forma se alejan desabridamente de los gustos del espectador medio y también de los organizadores del Festival de Cannes del 63 que decidieron no proyectarla (*) contrariados por la incomodidad del argumento.
Ciertamente, el resultado se reparte entre el delirio de un manifiesto surrealista y un manual de diagnóstico psiquiátrico, reseña esta última no desdeñable habida cuenta de que el suceso inspirador de la obra teatral y cinematográfica fue calificado de delirio compartido por los peritos que juzgaron el caso (1933). Otras interpretaciones especulan entre la homosexualidad en clave lacaniana o la independencia argelina.
Curiosa, excesiva, impostada; en definitiva, para los gustosos de la qualité de la Rive Gauche.
Álvaro
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
alvaro
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