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España España · Valencia
Críticas de Carorpar
Críticas 1.107
Críticas ordenadas por utilidad
10
27 de noviembre de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
El maestro Billy Wilder afila el escalpelo como nunca para diseccionar los entresijos más sórdidos de la —pretendida— “fábrica de sueños”. Y lo hace poniendo la lupa sobre la disfuncional relación —diríase parasitaria— que se establece entre Norma Desmond, trasunto de tantas divas del cine mudo a quienes la irrupción del sonoro se llevó por delante, y Joe Gillis, mediocre guionista capaz de las peores bajezas con tal de mantenerse a flote.
Se trata de un romance y de unos protagonistas tan impropios de lo que acostumbra a tenerse por “Hollywood clásico” que sólo pueden entenderse en el contexto de una voluntad consciente y decididamente transgresora. En efecto, Billy Wilder se atreve a subvertir buena parte de las reglas no escritas de ese cine que por entonces alcanzaba la madurez de la mano de inmigrados europeos —huidos del sinsentido nazi en su mayoría— como el propio Wilder. También la estructura narrativa supone un desafío a todas las convenciones: el largo “flashback” —concretamente, de unos seis meses— y la omnipresente voz en off son elementos típicamente “noir”, los cuales, en principio, difícilmente se considerarían de aplicación al melodrama, subgénero en el que encuadrar, no sin cierto esfuerzo categorizador, esta película. Que el dueño de dicha voz esté muerto desde la primera escena riza el rizo hasta lo gongorino. Hace falta valor. Y talento. Claro que, ambos le sobran a Wilder.
“Sunset Blvd.” constituye una especie de reverso tenebroso de la icónica “Singin´ in the Rain” (Cantando bajo la lluvia, 1952), que dos años después y en lujurioso technicolor dedicaría una mirada infinitamente más amable a la tragedia que para buena parte del primigenio “star-system” supuso el advenimiento de las “talkies”. A este respecto resulta impagable el brevísimo plano, apenas un instante, en que un micrófono golpea a la olvidada estrella Norma Desmond, metáfora tan simple como poderosa. O su semanal partida de bridge con las “estatuas de cera” H. B. Warner, Anna Q. Nilsson y todo un Buster Keaton interpretándose a sí mismos. Lo mismo que el personaje encarnado por el admirado director de cine mudo Erich Von Stroheim, ese mayordomo Max Von Mayerling cuya historia personal ejemplifica a la perfección el forzoso cambio de guardia en el estrellato cinematográfico y la implacable mirada de un Billy Wilder que no hace prisioneros ni entre sus compañeros de profesión. Vemos también a Cecil B. DeMille, uno de los pocos supervivientes de la devastadora transición del mudo al sonoro, dirigiendo “Samson and Delilah” (Sansón y Dalila, 1949), su enésima —y penúltima— aportación al delirio “Kolossal”. En fin, salpican la película tantísimas referencias al viejo Hollywood que haría falta un artículo entero solamente para desgranarlas.
A William Holden le sienta como un traje a medida el rol de cínico vividor, en el que se desenvuelve con tanta soltura que extraña se hubiese pensado en el intenso Montgomery Clift para ponerse en la despreciable piel de Joe Gillis. La luminosa Nancy Olson como la revisora de guiones Betty Schaeffer es el único personaje medianamente positivo de la historia —junto, quizá, al del mayordomo Max, un pobre hombre cuyo único pecado fue el de enamorarse—. Y por encima de todos, y de todo, brilla una Gloria Swanson maravillosamente inquietante en un rol con el que comparte no pocos elementos biográficos, hasta tal punto que en numerosas ocasiones cuesta discernir persona y personaje.
Por último, una breve mención a la versión española del título original. A la decadencia que transmite el nombre de la calle de Los Ángeles donde se ubicaban las fastuosas mansiones de las estrellas del cine mudo, suma “El crepúsculo de los dioses” una impronta wagneriana, o nietzscheana —ambas, probablemente—, muy ajustadas a la joya trágica que nos disponemos a presenciar. Conque, por una vez, viva la traducción libre.
Carorpar
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6
2 de setiembre de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curiosa película de acción bélica procedente de un cine, el sueco, cuya fama no estriba precisamente en la producción de obras de este pelaje.
Una premisa interesante- el rescate de dos soldados perdidos al otro lado de la frondosa frontera con Noruega, ocupada por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial-, deviene un relato algo convencional, pero no menos trepidante, de superviviencia tras las líneas enemigas.
Los personajes manifiestan una complejidad psicológica impropia de este tipo de cintas, y, si bien es cierto que topamos con el habitual psicópata nazi, ni los buenos lo son tanto ni la "Wehrmacht" el monolito robótico al que nos tienen acostumbrados. Eso sí, los soldados suecos ostentan una puntería tal, que se echa en falta un palmarés más laureado en la disciplina de tiro olímpico. Los alemanes también hacen blanco con inopinado acierto, cosa, por inhabitual, muy de agradecer.
Lo mejor de "Gränsen", indudablemente, es la fotografía. A ello contribuyen, y no poco, los espectaculares y nevados paisajes boscosos de la frontera entre Suecia y Noruega. Este cura tuvo la suerte de recorrerlos en trineo tirado por perros allá por el 2004. Dicha la batallita, nomás añadir que, en efecto, determinados pasajes de "Más allá de la frontera" me han resultado tan deliciosamente evocadores que temo pecar de subjetivo a la hora de evaluarla.
Carorpar
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10
31 de mayo de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sean Aloysius O´Fearna y su alter ego Marion Michael Morrison alcanzan el cenit de sus carreras en esta obra máxima, polémica e icónica, legendaria. A los no iniciados en los bellos misterios del Fordismo les aclararé que los dos largos nombres citados corresponden a los gigantes John Ford y John Wayne, respectivamente.
Según Wayne, hombre de sólidas convicciones y pocas palabras, "The Searchers" es la mejor película de John Ford. Yo no me atrevo a ser tan categórico, entre otras cosas porque no mido 1´90 ni constituyo el arquetipo eterno del "cowboy". Mi osadía crítica sólo alcanza a aventurar que comparte el más alto escalón cualitativo de la producción fordiana con "La Diligencia" y "El hombre que mató a Liberty Valance".
A diferencia de aquéllas- brillantísimos ejercicios de estilo desarrollados en espacios cerrados, opresivos westerns, digamos, "indoor"-, en "Centauros del desierto" los abrumadores paisajes americanos cobran una relevancia sin precedentes. John Ford hace un sentido homenaje a Monument Valley y sus rojos colosos de arenisca. Tierra de promisión tan implacable como sus habitantes ancestrales, la maravillosa fotografía de Winton C. Hoch nos permite respirar el viento abrasado que la recorre y mascar el polvo que la alfombra, ese polvo que en buena medida conforman los huesos entremezclados de indios y colonos.
Ford es un narrador excepcional, un maestro en el difícil arte de la elipsis, capaz de sugerir ingentes dosis de información sin explicitarlas, y un enemigo jurado de los subrayados innecesarios. En sus rudas palabras de irlandés pendenciero: "me gusta que una historia sea simple y clara". Así, en ningún momento se nos dice dónde ha pasado Ethan Edwards, el oscuro personaje interpretado por John Wayne, los tres años que median entre el final de la Guerra de Secesión y su antológica irrupción en la granja de su hermano. Y, sin embargo, lo sabemos: matando indios. O el breve plano de su cuñada acariciando reminiscente su gris capote de "Johnny Reb", que resulta más elocuente que muchas aparatosas escenas de amor arrebatado.
Ambos ejemplos los encontramos al comienzo de la cinta, lo cual no es caprichoso. Y es que "Centauros del desierto" contiene probablemente el más vigoroso arranque de la Historia del Cine. Esa puerta que se abre al desierto y nos da la bienvenida, no ya a una película, sino a un género todo. Una puerta similar se cerrará dos horas después, mientras vemos al gran Duke alejarse con esos andares suyos inimitables hacia el desierto del que llegó. El resto del metraje no logra, por muy poco, mantener la tensión lírica de esa primera media hora de ensueño. Pero porque hubiera resultado imposible ¡Incluso para el propio Ford! El mérito estriba, de hecho, en que, una vez alcanzada la perfección- creo no exagerar cuando utilizo dicho término-, la película continua rayando a una altura inusitada, en tránsito por una prolongada meseta hasta llegar a un nuevo pico climático que coincide con su desenlace.
La de Ford es, además, una mirada profundamente homérica. Resuenan ecos de la "Odisea" casi en cada fotograma de "Centauros del desierto", desde el vagar del Ulises moderno que al alimón componen Ethan Edwards y Martin Pawley, hasta la espera de la Penélope-Laurie Jorgensen encarnada por Vera Miles. Las propias guerras indias, prolongadas en el tiempo durante décadas, tienen muchas y muy preocupantes semejanzas con la Guerra de Troya descrita por el "aedo" ciego.
Sin más, damas y caballeros, no queda sino recomendarles que saquen el reclinatorio. A fin de cuentas, el propio Orson Welles, envanecido ególatra por antonomasia, inquirido acerca de, en su nada humilde opinión, los tres más grandes directores de cine de todos los tiempos, no dudó en afirmar: "John Ford, John Ford, y John Ford". Amén.
Carorpar
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8
25 de mayo de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Curioso western, grandilocuente y extraño, como el propio Brando. En su génesis se encuentra la espantada del director original, Stanley Kubrick, y su guionista, Sam Peckinpah- difícil mezcla cuyo explosivo producto hubiera valido la pena admirar-. De modo que todo quedó en manos de la megaestrella Marlon Brando, quien no se arredró, ni mucho menos, ante el reto. Su primera y última incursión en las labores de dirección resulta una película inclasificable, a medio camino entre el western psicológico y un ejercicio de insoportable narcisismo sólo sostenido por la carismática e irrepetible presencia de su "factotum".
Indudablemente estamos ante un western atípico, desde su enigmático título- tanto en inglés, "One Eyed Jacks", como en la versión española del mismo-, hasta las localizaciones en la exuberante costa californiana - sólo Brando podía tener el valor de filmar algo así como un "western playero"-, pasando por la estrafalaria pinta del héroe- no imagino a John Wayne ostentando semejante foulard; del imposible peinado ni hablamos-.
Sabemos del "Método" como sistema de interpretación, uno de cuyos representantes paradigmáticos es, de hecho, el propio Brando. De lo que no tenía noticia era del "Método" en cuanto a la dirección cinematográfica. Si tal existe, Dios- Ford- no lo quiera, "El rostro impenetrable" resultaría ejemplo insoslayable. Y es que Brando hace especial hincapié en las complejas motivaciones que conducen a comerse un plátano, y somete la acción a la estilización elíptica necesaria para poner cuanto antes el objetivo de vuelta en los intensos ceños de sus personajes. Ni que decir tiene que la relación entre significante y hondo- casi pelágico- significado de todo cuanto acontece- incluso servir unas enchiladas- se ve oportunamente subrayada hasta el tuétano.
En cuanto a los secundarios, oscuras comparsas a la alargada sombra de Marlon Brando- mal que, a algunos, nos pese-, cabe decir de Karl Malden que compone el salaz antagonista de rigor. Sorprende, por su parte, la joven y malograda Pina Pellicer, intensa en su resignado papel, y dotada, pese al frondoso entrecejo e indisimulado bigote, de un raro magnetismo, al que no es ajeno un Marlon Brando que siempre manifestó un vivo interés por "lo exótico".
Los hechos, en fin, se expresan con mayor elocuencia y economía que quien humildemente suscribe, y todo lo dicho podría resumirse perfectamente en el éxito europeo- Concha de Oro en San Sebastián- y relativo fracaso americano de "El rostro impenetrable".
Carorpar
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9
27 de abril de 2013
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Maravillosa película. Entrañabilísimo western. En base a una historia muy simple- la secular lucha por la tierra entre ganaderos y granjeros, el contencioso milenario entre nomadismo y sedentarismo- George Stevens construye una obra maestra.
"Shane" es una bella parábola en torno a la resistencia ante a la adversidad; también una afirmación del valor verdadero mucho más allá de la vacua, estéril, bravata. Y una reflexión nada optimista sobre la posibilidad- o no- de redención. Una cinta, en fin, de una densidad moral digna de figurar en cualquier programa de la injustamente denostada, y ciegamente defenestrada, asignatura de Educación para la Ciudadanía.
El lacónico Alan Ladd, hierático y pulquérrimo, galopa más allá de lo cinematográfico y se adentra, colt humeante en mano, en las feraces praderas de lo icónico. Espalda con espalda junto a un vigoroso Van Heflin, defenderá el derecho de propiedad frente al derecho del más fuerte... o del más rápido. Aunque para ello se vea en la paradójica obligación de volver a desenfundar el revólver. Todo bajo la embelesada mirada azul del niño Brandon de Wilde, hermosísima metáfora que retrata le mirada del espectador de entonces y de siempre: un niño, inocente y extasiado, feliz, a la protectora sombra de los gigantes que columbra ahí enfrente, proyectados sobre un gran lienzo blanco. La admiración en los ojos infantiles se complementa con el amor culpable que trasluce la mirada de Jean Arthur, el mismo con que observa el espectador que escapa de sus frustrantes menesteres cotidianos refugiándose en esa sala oscura rodeado de desconocidos y, sin embargo, tan iguales. Tan niños, igual de enamorados.
No quisiera poner fin a estas cavilaciones sin hacer una breve mención a la magnífica fotografía en Technicolor- más que merecido óscar- a cargo de Loyal Griggs. Éste combina con maestría los abrumadores exteriores naturales con planos subjetivos y primerísimos de una modernidad inusitada- la filmación de la pelea a puñetazos entre el "destripaterrones" Ladd y el vaquero Ben Johnson es, sencillamente, insuperable-.
Carorpar
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