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Críticas de Pepe Alfaro
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Críticas 98
Críticas ordenadas por utilidad
6
12 de marzo de 2018
2 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Santiago Segura ha conseguido algo casi impensable en el cine español, convertirse en el director más rentable durante dos décadas gracias a Torrente, ese personaje procedente directamente de la caspa patria que con sus cuatro secuelas casi ha estado a punto de fagocitar de éxito la carrera del director madrileño, aunque en su faceta de actor hay que reconocerle cierta capacidad para componer un catálogo de personajes diferenciado, sin abandonar su vis cómica y sacando provecho de un físico familiar fácilmente reconocible.
Han pasado cuatro años desde la última aventura de Torrente y Segura intenta demostrar su potencial para sobrevivir a su personaje más famoso. Sin llegar a abandonar el género de la comedia, "Sin rodeos" se sirve de un personaje femenino que aglutina algunos de los tópicos más consabidos de la sociedad actual, como el reemplazo generacional (personificado en la mediática Cristina Pedroche) marcado por la fuerza de las redes sociales o la crisis personal que aqueja a la mujer en la cuarentena, todo para valorar y empoderar (la palabra es del propio Segura) a Paz, personaje convincentemente resuelto por la valía de Maribel Verdú (la mejor seducción de la película), que resulta como el reverso de Torrente: al final consigue romper todas sus ataduras familiares, profesionales, sociales y culturales, aunque sea con la ayuda de un placebo suministrado por el gurú interpretado por el propio director. Si la fórmula funcionara en el espectador estaríamos ante la receta perfecta para disfrutar del cine sin más rodeos.
La película acierta en la presentación de diversas situaciones que son reflejo plausible de las diferentes taras y lacras que aquejan a nuestra sociedad, facilitando la empatía con los problemas y la identificación con las desventuras de Paz. Pero la fórmula solo funciona parcialmente, y la sucesión de contextos (casi meras poses) resultan algo iterativos, así que la crónica va perdiendo interés hasta llegar a ese final dulcificado propio de cualquier comedia romántica al uso, que afloja el resultado y hace que se echen de menos ingredientes como la crítica, la ironía, el compromiso, la sátira… en su medida dosificada. Todo se antoja demasiado correcto políticamente, y la película se convierte en una funcional comedia al servicio de una idea solo conseguida parcialmente, rentabilizar la conciencia social sobre la condición femenina desde una lectura sencilla y entretenida. Loable intención, no está mal pero ningún poso persiste en la memoria tras la palabra fin.
"Sin rodeos" entretiene y se puede disfrutar a ratos con agrado, a lo que contribuye en desigual medida el manido recurso de Santiago Segura a sus colegas para diferentes cameos. Por aquí aparecen, entre otros, El Gran Wyoming, Florentino Fernández, Cañita Brava, Mario Vaquerizo y Alaska. Promete, pero habrá que esperar para descubrir si hay otra vida segura más allá de Torrente.
Pepe Alfaro
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9
9 de abril de 2019
1 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
Como muy gráficamente ha quedado impreso en la portada del último estudio de referencia editado sobre el cine melodramático (“Dolor en la pantalla. 50 melodramas esenciales”, de Pablo Pérez Rubio, UOC 2018), el dolor es el principal motor que articula las emociones necesarias para empatizar con los personajes de un género caracterizado, entre otras cosas, por una pregnancia narrativa que le ha servido para consolidar en el tiempo su extraordinaria popularidad.
Pedro Almodóvar lo sabe muy bien. No en vano comienza su película introduciendo al espectador en un abismo de coloridos gráficos anatómicos para incidir en las múltiples dolencias físicas que aquejan al protagonista, su propio alter ego; luego vendrán a completar el cuadro dolores anímicos como la soledad, el desamor o la depresión. Imposible resistirse ante tamaño catálogo de sufrimientos, como es habitual en el cine de Almodóvar perfectamente envueltos con esa música (sufriente) para redondear el genuino melo-drama.
El gran acierto de Almódovar es que ha sabido pulir a sus personajes, los mismos que aparecían en muchas de sus obras previas emergen ahora desprovistos del barroquismo exacerbado que los caracterizaba. Al privarlos de ese grado de impostura y afectación que les acercaba a la hipérbole se queda con la esencia, con el alma del personaje. Trayecto creativo que, asimismo, repite con la puesta en escena, la prodigiosa cámara centra su objetivo en un relato por entero al servicio de los actores, prodigiosos en todos sus papeles, por pequeños que sean, desde el niño Asier Flores hasta la emotiva escena protagonizada por Leonardo Sbaraglia (por poner solo dos ejemplos) el director extrae sus mejores emociones en cada plano. Necesario citar el arrojo de Antonio Banderas, apeado de su pedestal de estrella para interpretar a Salvador Mallo, un director de cine tan exitoso profesionalmente como abatido personalmente, la cámara retrata de forma sobrecogedora el alma de Almodóvar a través del rostro del actor.
En el fondo, Almodóvar realiza en esta película una declaración de amor a la vida a través de la reconciliación con las sombras del pasado; lo que empieza como un ejercicio de melancolía (otro de los puntales del melodrama) termina con una nota de esperanza. Un viaje sin concesiones que le permite mostrar el despertar de un niño ante la belleza escultural de un cuerpo masculino, revelado en su desnudez integral, sabiendo que con esta escena (espléndida por otra parte) probablemente rompe cualquier posibilidad de hacer caja (y premios) en la mojigata e hipócrita sociedad regida por Donald Trump.
Con "Dolor y gloria" el director manchego consigue sublimar su propia experiencia vital al rango de obra maestra, sin salir de su universo creativo: la infancia, su pasión por el cine y el arte en general, el poderoso recuerdo de su madre, los amores perdidos pero no olvidados, el placebo de la droga… Imposible dilucidar, ni al espectador interesa, lo que forma parte de la realidad del autor de aquello que solo es fruto de su fértil imaginación, lo único cierto es que Pedro ha sabido transformar su dolor en gloria para Almodóvar.
Pepe Alfaro
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6
29 de setiembre de 2017
0 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Desde que los hermanos Lumière descubrieron la capacidad del proyector para provocar la hilaridad en los espectadores, la comedia cinematográfica se convirtió en el género más popular del nuevo invento, con una partida de nacimiento que germina del Regador regado, y marca el desarrollo del séptimo arte con tal fuerza, que hoy casi todos los nombres que podemos recordar del período de cine mudo corresponden a genios de la comicidad.
El espíritu de la comedia sigue intacto en nuestros días, a pesar de la enorme dificultad que entraña acceder a las emociones graciosas de los espectadores, que precisamente desean relegar durante un rato los problemas cotidianos con la mejor medicina que existe: la risa. Lo que justifica, en una época de tremendas dificultades sociales, el inusitado éxito de la película Ocho apellidos vascos, con la que el director español Emilio Martínez Lázaro intenta ofrecernos la dosis adecuada para evadirnos de nuestro brete. ¡Y, al parecer, la cosa funciona!
Martínez Lázaro, que ya nos había hecho disfrutar con una comedia de enredo titulada El otro lado de la cama, se acerca en esta ocasión a los tópicos más estereotipados que el acervo popular ha otorgado a los pueblos por arte de chirigotas, chascarrillos, bromas, ocurrencias y otras gracias más o menos ingeniosas adheridas a las raíces como una etiqueta simplista. Está claro que no todos los sevillanos son meapilas que únicamente piensan en fiestas primaverales vestidos de nazareno o de faralá; ni todos los vascos son esgarramantas que se dedican a jugar a la pelota vasca, y se sienten adalides de un nacionalismo separatista solo apto para quienes sean capaces de demostrar su pureza racial, al menos en las últimas cuatro generaciones. De la misma forma que la auténtica esencia de la naturaleza castellana no se encuentra en el ajo morado de Las Pedroñeras, aunque sea el ingrediente imprescindible para elaborar unas migas (aquí y en Euskadi) como muy bien recuerda el simpático personaje interpretado por Carmen Machi.
De eso nos habla la película Ocho apellidos vascos. De la capacidad de reírnos de nosotros mismos, de las posibles tachas presentes en las poliédricas identidades que conforman la piel de toro que habitamos. La disculpa es un joven andaluz que atraviesa por primera vez Despeñaperros para viajar al País Vasco en busca de una chica, y sirve para caricaturizar los atributos más trillados y tópicos de las dos personalidades geográficas y sociales. El juego de palabras y el chiste fácil están servidos, pero lo verdaderamente destacable es la capacidad del director (y los guionistas Jorge Cobeaga y Diego San José) para bromear sobre unos aberzales de sainete cuyas sombras recuerdan demasiado a una banda que afortunadamente parece haber pasado a la historia.
Gran parte de la película se sustenta en la sorprendente capacidad del debutante Dani Rovira, sobre cuya comicidad pivota el compromiso de no pasarse de gracioso para hacer verosímiles unas situaciones permanentemente al borde del abismo del exceso. El otro pilar sobre el que se sustenta la historia lo conforma el veterano Karra Elejalde, que, con su química sardónica, equilibra la balanza entre el sur y el norte; o casi, porque ese final con los Del Río cantando “Sevilla tiene un color especial…” insufla un aroma a la sonrisa que desgraciadamente apenas pervive hasta abandonar la sala, cuando regresamos a esa otra cotidianidad más o menos llevadera.
Como ocurre siempre que una película funciona en la taquilla, algo que en el cine español sucede con menos frecuencia de lo deseable, es posible que tengamos secuela, y los apellidos vascos se transformen en nombres castellanos, alias gallegos o patronímicos catalanes. En este posible recorrido, a los guionistas aún les quedan tópicos geográficos y arquetipos regionales para fijar el humor de su mirada, pero parece sería seria contingencia si las cámaras pasasen cerca de nuestros motivos festivos más emblemáticos. Esperemos que no se deba a que nos falta sentido del humor, una de las piezas básicas para acariciar esa sazón ¿falaz? que llamamos felicidad (y no me refiero a mi atractiva amiga Feli).
Pepe Alfaro
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