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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
8
16 de enero de 2010
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
Otra estupenda película cuya existencia desconocía y a la que he llegado por pura casualidad: el cine, nunca me cansaré de repetirlo, es algo maravilloso. Al descubrir que su oscarizado guión, firmado por Billy Wilder y Charles Brackett, estaba basado en una historia originalmente concebida por el gran escritor húngaro János Székely (oculto bajo el pseudónimo de John S. Toldy y en colaboración con Benjamin Glazer), guionista de Lubitsch y autor de “Tentación”, una de las novelas más divertidas y crueles que he podido leer en muchísimo tiempo, no tuve más remedio que lanzarme de cabeza en su búsqueda. Y la verdad es que la espera ha valido la pena.

No sé dónde empiezan y acaban los méritos de unos y de otros a la hora de escribir el guión, pero no cabe la menor duda de que es en él donde residen buena parte de los indudables méritos de esta película injustamente olvidada. Lo que sigue maravillándome es la capacidad de la comedia hollywoodiense de esta época de extraer comicidad de las situaciones y contextos más, en apariencia, inapropiadas para el humor. Esta peli, sin ir más lejos, empieza en verano de 1939, en una tétrica prisión franquista de Burgos, donde Ray Milland, en el rol de un idealista aviador americano enrolado en las filas republicanas, apura sus últimas horas antes de ser fusilado. Claudette Colbert le salva de la muerte, claro, pero la acción se traslada a un París insensatamente hedonista, a punto de caer en manos de los nazis. Por si fuera poco, asistimos, en primera fila, al trágico hundimiento, a manos de un submarino alémán, del SS Athenia, a la progresiva conquista nazi de Europa y a la firma del armisticio francoalemán, el 22 de junio de 1940, en un vagón de tren en el bosque de Campiegne. Y sin embargo, la peli logra que sonriamos casi todo el rato y que incluso nos riamos y carcajeemos ocasionalmente. Qué tiempos aquellos. Torpedos y champagne, risas y muerte.

A través de la historia, en apariencia frívola y ligera, de dos personajes atrapados entre sus ideales, que les abocan a una vida azarosa y comprometida, y un amor que exige huir del peligro en busca de paz y sosiego, nos vemos, imperceptiblemente, obligados a tomar partido. La película es pródiga en diálogos vivaces y chispeantes, situaciones equívocas con claro sentido sexual (la antológica sesión de fotos en la habitación de Milland) y chistes y ocurrencias ocasionales, que enmascaran, pero no ocultan, su condición de vehículo propagandístico que alerta contra el escapismo y la indiferencia ante el irresistible avance del nazismo y propugna la necesidad de no huir ante su amenaza y de plantarle cara. Es una lástima que un final, en mi opinión, excesivamente timorato y convencional impida hablar de una obra maestra. Si Leisen hubiera dado el paso adelante que el propio guión le ponía en bandeja y hubiera optado por un desenlace más duro y coherente con la historia narrada, tal vez estaríamos hablando de un clásico de aquellos días. Que ya es decir.
Normelvis Bates
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8
24 de noviembre de 2009
31 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un nombre propio revolotea en mi cabeza mientras veo esta peli y ahí sigue, el muy plasta, bastantes horas después de ver esta opresiva y absorbente historia con ribetes oníricos e irreales acerca de Al Roberts (Tom Neal), ese pianista de un night-club de poca monta con mucho talento y pocas oportunidades de demostrarlo, que, asqueado de prostituir su arte a cambio de unos miserables dólares (“pedazos de papel infestados de bacterias”), decide cruzar el país en autostop, desde Nueva York a Hollywood, para reunirse con su novia Sue (Claudia Drake), cantante y aspirante a actriz, que se ha dado de morros con el sueño americano y está trabajando de camarera en vez de cantando o actuando sobre un escenario. Todo cuanto quiere es casarse con su chica y formar con ella “un matrimonio normal y sano”. Sólo eso, nada más que eso.

La escena de la despedida de la pareja, envuelta en la niebla del río Hudson, anticipa, sin embargo, el aire anormal e insano que tendrá la peli a partir del momento en el que nuestro protagonista pone los pies en el asfalto, se sube al coche equivocado y, muy especialmente, cuando se cruza en su camino una desequilibrada autostopista llamada Vera (Ann Savage), que conducirá su vida, en caída libre, al centro mismo de una espiral de pesadilla y desesperación en la que cada paso que da el protagonista buscando la salida produce, paradójicamente, el efecto contrario al deseado: enredarle en una tupida tela de araña de la que cada vez es más difícil escapar.

Edgar G. Ulmer, el autor de esta peli, una de las más desasosegantes, interesantes y desconocidas pelis del género negro de la década de los 40, había llegado a Hollywood en 1926 acompañando a Murnau, de quien había sido aprendiz y con quien iba a colaborar en “Amanecer” en calidad de director artístico, y es uno de los muchos cineastas centroeuropeos (Siodmak, Wilder, Zinnemann) que trajeron consigo un altísimo dominio técnico de su oficio y la herencia del cine expresionista, cuyos logros y descubrimientos se dedicaron a explotar en América, aun en productos que, como éste, se rodaban en unos pocos días y con medios de lo más limitados.

De ahí la absoluta modernidad, pese a su modestia, de esta road-movie, rodada con una loable ausencia de subrayados enfáticos y mediante una calculada ambigüedad narrativa que pone deliberadamente en entredicho la veracidad de la propia historia, que combina muertes absurdas, personajes turbios o al borde de la demencia, ingenuas ensoñaciones y deseos frustrados, canciones recurrentes que desatan violentamente recuerdos no deseados e imágenes ocultas en lo mas profundo del cerebro, lenguaje explícito e insinuante, noches lluviosas y carreteras polvorientas en el corazón de América, la sucia y desangelada realidad del sueño de Hollywood, una casi enfermiza concepción fatalista de la vida.

¿El nombre propio del que hablaba al principio? Lynch, David Lynch. ¿Quién, si no?
Normelvis Bates
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8
26 de setiembre de 2011
35 de 41 usuarios han encontrado esta crítica útil
Le reclaman a uno a gritos con la mirada. Le arrancan de la paz del sueño y le sumergen de cabeza en el vértigo del deseo. Le empujan al centro de la pista y le obligan a bailar, despertando al demonio del odio y de los celos. Logran que sus bofetones los sintamos como besos o caricias y que volvamos a por más, urgidos por la impaciencia. Le arrojan a uno a callejones oscuros y ponen en sus manos una navaja, y cuando la sangre brota, se pasean por ella ronroneando, como gatas ahítas de satisfacción que le dan la espalda al vivo mientras olvidan sin remordimientos al muerto. Le apartan del buen camino y lo conducen de nuevo a la vieja senda equivocada. Le sumergen en envenenados remansos pastoriles que algunos se empeñan en llamar amor, aunque tal vez merezcan otro nombre. Le obligan a uno a elegir entre la lealtad a los amigos y los apremios de la carne. A las mujeres –lo dice uno de los personajes- hay que procurar no comprenderlas. No sólo es absurdo, sino inútil: lo fatal es lo fatal. Nadie forja su propio destino con las manos atadas a la espalda. Así de insensatos somos los hombres, así de frágiles y manipulables. Así de estúpidos.

Es más que posible que no fuera su intención hacerlo, pero, por una vez, un traductor de títulos al español logró hacerle más justicia a esta espléndida película acerca del irresistible y fatídico poder magnético de la atracción amorosa que su pobre título original, ese “Casco de Oro” que alude al peinado de su rubia protagonista y que no es sino un pálido reflejo de la riqueza y profundidad de sus propuestas. Y no porque sea un fiel retrato del mundo lupanario parisino, sino por recorrer la geografía universal de las bajas pasiones y sus devastadores efectos como lo haría uno de los muchos instrumentos de filo cortante que pueblan la película. Sobria, concisa e incisiva, “París, bajos fondos” rehúye los histéricos perifollos y golpes de efecto del folletín que podría haber sido y opta por las sugerencias, los silencios y las elipsis, por la contención y la sequedad narrativa, por el poder expresivo de rostros y miradas y unas pocas y significativas palabras. De la image avant toute chose.

A partir de unos hechos extraídos de la más prosaica realidad, Becker recrea y enhebra, además, algunos de los momentos más granados de la rica tradición literaria y artística francesa: esa excursión en barca por el río, esos señoritos ataviados con bombín y bigotito engominado y acompañados de descocadas jovencitas, esos bailes populares que traen a la memoria más de un cuento galante de Maupassant; el París humilde y arrabalero de las novelas de Zola, sus tabernas, sus meublés y sus fulanas, sus chulos y hampones hermanados por juramentos secretos y por las severas leyes de la herencia; ese extraordinario epílogo, en fin, en el cual se subliman todas las virtudes de una película intensa y tan cruda como lírica, y que resulta digno del mismísimo Stendhal. Ahí es nada. Como si fuera tan fácil decirlo como hacerlo.
Normelvis Bates
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7
7 de mayo de 2010
31 de 33 usuarios han encontrado esta crítica útil
Que algunos miembros de cierta celestial y milenaria multinacional del pastoreo de almas pusieran el grito en el cielo, antes incluso de ver esta peli, acusándola de propagar pornografía homosexual con dinero público, tendría algo de gracia si se tratara, en efecto, de una peli porno y si, en algunos países, a esa misma empresa y a los pederastas que fabrica a gran escala no los estuviéramos pagando entre todos sin que nadie haya salido todavía a explicarnos por qué. Mientras se aclara este misterio, que deja en bragas a la multiplicación de los panes y los peces o la transubstanciación del vino en sangre, no estaría de más recordarles a esos mismos guardianes de la moral que, ya que se han propuesto salvarnos de la maldad del mundo, lo mínimo que cabría exigirles es que, al menos, le echen un vistazo a lo que Satanás y sus secuaces nos tienen reservado antes de emitir su veredicto, más que nada para evitarse el mal trago de quedar como unos ignorantes, cuando no, hablando en plata, como unos auténticos gilipollas.

No, no hay pornografía en esta peli, y los homosexuales que aparecen en ella se pueden contar con los dedos de una mano, pero quienes trataron de boicotear su estreno y difusión se empeñaban, sin duda sin pretenderlo, en darle la razón a la frase de Jean Genet con que se abre: “El mundo muere de un miedo aterrador”. El miedo es, de hecho, una de las ideas motoras de “Veneno“, compuesta por tres historias intercaladas. sin relación aparente y que siguen moldes estéticos completamente distintos: “Hero”, presentada como un documental, se centra en un niño que mata a su abusador padrastro y sale volando por la ventana para desaparecer en el cielo. En “Horror”, una parodia de las pelis en blanco y negro de serie B de los 50, un científico logra aislar el instinto sexual y tras beberlo por error se convierte en un pustulento monstruo. “Homo”, basado en una historia de Genet, es el más controvertido de los tres relatos. En él, un joven reencuentra en la cárcel a un compañero de reformatorio por quien siente una extraña atracción, cuya clave se encuentra en una antigua escena de vejación.

La peli no es ni mucho menos perfecta, y tanto su montaje como su tonillo “arty” pondrán de los nervios a más de uno, pero hay que reconocerle a Haynes la valentía de tocar, en su primer largo, un tema difícil de un modo arriesgado y nada conformista, como había hecho ya en “Superstar”, su biografía de Karen Carpenter rodada con muñecas Barbie. “Veneno” explora la huida hacia adelante de tres seres inusuales y abandonados en un entorno agresivo a quienes la pulsión sexual ha inoculado, de un modo u otro, un veneno que les lleva a la marginalidad y a sufrir el rechazo de un mundo que no tolera la diferencia y que trata de ocultar, por todos los medios, la veracidad de otra de las frases de Genet que circula por la peli: “Los sueños se alimentan en la oscuridad”. Si no os lo creéis, preguntad en el Vaticano. Allí entienden un rato largo de esto.
Normelvis Bates
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8
4 de junio de 2012
30 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
“¡A la mierda Cataluña! ¡A la mierda Jordi Pujol! ¡A la mierda España! ¡Viva Luis Roldán! ¡Viva la República Independiente de Cornellà, Baix Llobregat!” (Morfi Grei)

Si hay algo que nos une, hermanos y semejantes míos, no es el amor, ni el deseo de un mundo mejor ni las ansias de paz y libertad, ni ninguna de esa sarta de zarandajas que suelen publicitarse como lo más noble y admirable del espíritu humano. No, si hay algo que nos convierte a todos en hermanos son las cloacas, esa ciudad subterránea que todo el mundo sabe que existe y que todos preferimos ignorar, como si el simple hecho de vivir sin estar obligado a ver ni oler las alcantarillas conjurara su existencia y la de quienes habitan en ellas. Pasamos cada día a pocos metros de sus calles y en ellas nos mezclamos todos, pero nos molestan e incomodan y preferimos fingir que no están bajo nuestros pies, ni ellas, ni las ratas, ni el cuajo de heces procedentes de miles de hogares en el que todos nos fundimos en el más fraternal de los abrazos. No, no existe lo que no se ve, y nadie quiere ver las cloacas.

A mediados de los años 70, Cornellà era una de las mayores y mejor escondidas cloacas de Cataluña. Mientras nuestros más bienamados próceres nos instaban a mirar hacia la plaza Sant Jaume y a que dejáramos volar palomas cuatribarradas en dirección a nuestro precioso ombligo, había quien chapoteaba entre el barro y las ratas en ciudades y barrios satélite como el de Sant Ildefons, con una densidad de población mayor que la de Manhattan, carcomido por la marginalidad y la falta de servicios mínimos y donde lo más verde que podía admirarse era el cemento de sus bloques. Como todas las cloacas, Cornellà era invisible. Hasta que a un puñado de sus ratas les dio por trepar a la superficie y hacerse ver y oír. Como hiciera falta y fuera cual fuera el precio.

Narrada por sus propios protagonistas, entre risas, cervezas, broncas, drogas, dramas y muerte, “Venid a las cloacas” sirve para iluminar la autodestructiva historia de La Banda Trapera del Río y dotar de significación a su música, esa cascada de rabiosos escupitajos disparados desde el subsuelo que dejan en bragas la interminable representación electrificada de “Els Pastorets” que ha sido, en líneas generales, la versión bendecida desde el poder de ese engendro llamado Rock Català. Desde la sarcástica alusión inicial a la afición por las munchetas de Miguel Ríos hasta las imágenes de su última reunión, “Venid a las cloacas” ofrece un retrato veraz, en ocasiones divertido, otras absurdo y a ratos patético y doloroso, de uno de los mejores grupos de Rock que ha dado España y el mejor, sin duda, que ha dado una Cataluña que sigue criando palomas, rendida a los pies de cualquier mediocridad hinchada desde los despachos oficiales mientras ignora a los creadores de “Ciutat podrida”. Será que a nadie le gusta que le recuerden que las cloacas existen, aunque algunas no corran bajo tierra y sus ratas carguen el Moët Chandon a nuestra cuenta.
Normelvis Bates
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