Pablo Escobar, el patrón, el doctor, con independencia de todos sus actos, ha trascendido a la categoría de mito. Odiado por unos, idolatrado por otros, sembró el terror en buena parte de su país, secuestró y asesinó a periodistas, se puso a la cabeza de los extraditables y no dejó de rezar al Divino Niño. Ese espíritu de religiosidad, por cierto, se recoge en la película de Di Stefano.
Desnutrición, analfabetismo, pobreza, crueldad. Está espléndidamente pintada la Colombia de esa parte del Siglo XX en la película de 2014. La historia de amor es bonita, la banda sonora es preciosa y Benicio del Toro... Benicio del Toro es un actor sublime. Aunque, en honor a la verdad, habría que ser Gabriel García Márquez para mirar a Pablo Escobar y a sus circunstancias, para tratar de todo esto, y situarse por encima del bien y del mal.
Es buena PARAÍSO PERDIDO. Muy buena. PARAÍSO PERDIDO es buena, Benicio del Toro sublime, Gabriel García Márquez magnífico y Pablo Escobar Gaviria, por suerte o por desgracia, solo uno.

Tom Hanks, que no había quedado suficientemente harto de mar tras participar en Splash y en Náufrago, vuelve a rodearse de agua por todas partes, como una isla, en CAPITÁN PHILLIPS, de Paul Greengrass, asociado por los siglos de los siglos al personaje de Jason Bourne.
CAPITÁN PHILLIPS pone al espectador a tono con un puñado de hombres negros gritando en una playa. También, claro, con movimientos vigorosos de la cámara. Y con la imagen de un barco cochambroso, al principio, en esa zona costera. Luego, cuando alguien se acerca por la aleta de estribor a ese monstruo de la empresa Maersk cargado con tropecientas toneladas de vaya usted a saber qué, al espectador atónito casi ya le tiemblan las tabas.
Es una película, CAPITÁN PHILLIPS, dirigida con pericia de orfebre, interpretada con rigurosidad alucinante y con una banda sonora de las que hacen afición. Y aunque parezca mentira que esas cosas pasen, que con tan pocos medios tres o cuatro malvados puedan poner en un brete a un buque nacido de la ciencia del primer mundo, esas cosas pasan. Pasaron, vaya, en 2009.
Muy buena.

Las películas de Eddie Murphy, que es un tipo que tiene un hueco en el mundo del Cine que sólo él puede llenar, son para lo que son. Y si es que alguien pretende encontrar la sombra de Ciudadano Kane, el eco de Casablanca o un reflejo de El Padrino en El príncipe de Zamunda o en El chico de oro, por ejemplo, está en un error.
Tom Shadyac le da una vuelta a la historia de Jerry Lewis, quien, dentro de un orden, siendo como era, se mostraba entonces más o menos sobrio. Bien, en ésta, Eddie Murphy, en su papel; y correctos, exceptuando a Jada Pinkett, algo descafeinada, el resto de secundarios. Unos secundarios entre los que se encuentra y destaca James Coburn, que una vez disparó fatal porque apuntaba al caballo

Una abuela se muere y se precipitan los acontecimientos: hologramas, golpetazos, decapitaciones y una madre que se siente culpable. No es una película de sustos, HEREDITARY, pero, porque cuenta de todas las pérdidas que se pueden originar en el seno de una familia, pérdidas físicas, pérdidas anímicas y pérdidas espirituales, traslada al espectador, en su primera hora, en esa primera parte, una angustia infinita. Y si cada uno de los derroteros hubiera seguido esa línea, si cada uno de los derroteros hubiera tratado de hablar de lo que se queda en el camino cuando una desgracia entra por la ventana, todo, el conjunto, habría funcionado como un reloj y, de paso, al espectador esperanzado se le habría librado de sufrir los delirios derivados de toda esa metafísica barata y soporífera como recién salida de la nevera de Sigourney Weaver cuando hizo Los Cazafantasmas.

Son aterradoras las películas sobre el paso del tiempo. Un recuerdo impertinente de eso que, más pronto que tarde, ha de venir. PASEANDO A MISS DAISY, que comienza presentando a una todavía activa Jessica Tandy, es de ese tipo de películas.
Fue en 1989 cuando Bruce Beresford, echando mano de la obra teatral de Alfred Uhry, expuso al mundo la amistad nacida entre una gruñona y acaudalada mujer judía y su chófer negro. Y el mundo, acusando recibo, asombrado, se enamoraba de ambos.
Eran dos actores en estado de gracia. Morgan Freeman, que había protagonizado sobre las tablas la obra de Uhry, recorría por entonces los primeros metros de esa fulgurante cuesta arriba que lo ha llevado a la cima del Olimpo por derecho propio, y Jessica Tandy... Jessica Tandy renacía.
Qué ha de ser de este pequeño planeta así que pasen otros treinta años, nadie lo sabe. Pero merece la pena afrontar la nostalgia, cierto dolor, por disfrutar de nuevo de PASEANDO A MISS DAISY y de todos sus tesoros: la música, la ternura, el colorido. Merece la pena afrontar esa nostalgia y ese cierto dolor aunque tenga uno que caer en la cuenta de nuevo de que, algún día, seremos nosotros los que necesitemos que nos lleven y nos traigan de un lado para otro.