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Críticas de Juan Marey
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Críticas 625
Críticas ordenadas por utilidad
8
21 de noviembre de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando “La prueba de fuego” llegó a la gran pantalla en 1922, el cine sueco se encontraba en su plena Edad de Oro, liderados por Victor Sjöström, Mauritz Stiller y la productora para la que trabajaban, “AB Svenska Biografteatern” de Charles Magnusson; esta Edad de Oro fue iniciada por la obra maestra de Srtröjöm “Había una vez un hombre (Terje Vigen – 1917) y terminó con el éxodo de Victor Sjöström, Mauritz Stiller y los actores estelares Lars Hanson y Greta Garbo, quienes se sintieron atraídos por Hollywood en 1923 y 1924.

La película que hoy nos ocupa no tuvo el éxito internacional que había tenido su absoluta obra maestra previa, “La carreta fantasma” (1921), y hoy en día es prácticamente desconocida, pero creo que vale la pena reivindicarla porque es una excelente película. En general se percibe como una intención de repetir el éxito comercial que había tenido el otro drama religioso de época realizado por Sjöström, “El monasterio de Sendomir”, 1920). de hecho, la trama y el escenario son bastante parecidas: ambas tratan sobre un matrimonio entre un hombre mayor y una mujer más joven que se rompe violentamente debido a una aventura con un hombre más joven, comparten un énfasis en la religión y la moralidad, y los decorados y vestuario gótico del siglo XVII del “Monasterio de Sendomir” no son diferentes de la Florencia del siglo XV que se muestra en “La prueba de fuego”.

El cineasta sueco encierra a sus personajes en interiores, entre sombras, que remiten a la psique humana, puesto que es ahí donde se desarrolla en conflicto de la protagonista, su lucha entre la vida que le niegan y la muerte que inicialmente ve como única vía de escape. La joven vive en el dolor que para ella implica su inminente matrimonio con Maese Anton (Ivan Hedquist), un hombre mayor a quien odia por verse obligada a ser su mujer, encuentra en él y en la imposición matrimonial algo peor que la muerte, la ausencia de libertad de elección la aparta de la existencia que anhela compartir con el joven a quien ama. Ella debate su culpa o inocencia en un abismo tan sombrío como los espacios que la encierran, el lugar inmaterial donde sufre su alma atormentada y donde surge su necesidad de purificarla, la redención que posibilite la victoria de la vida sobre la muerte. En este juicio psicológico es donde pienso que reside la grandeza de la película y del talento del cineasta sueco para transmitir mediante imágenes esa lucha interna que, una y otra vez, aparece en sus películas, sean anteriores o posteriores.

Su enorme inventiva en el uso de los efectos especiales, como la sobreimpresión, pese a los rudimentarios recursos de la época, así como su belleza visual, obra del director de fotografía Julius Jaenzon, operador habitual de Sjöström, hacen de “La prueba de fuego” una película grande dentro su genero. Sin llegar a alcanzar la calidad de la precedente “La carreta fantasma” si es otra buena muestra del magnífico cine que nos ofreció el maestro nórdico.
Juan Marey
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8
13 de junio de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1953 Marcel Carné dirigió la adaptación de la obra de Zola “Teresa Raquin”, película con la que ganó el León de Plata en el Festival de Venecia y que, como curiosidad, era una de las cien películas preferidas de Akira Kurosawa. La historia que nos cuenta os resultará muy familiar a los aficionados al cine negro, con las salvedades de que aquí la pareja de amantes no actúa por ambición económica (aunque esta sí aparece con relación a un personaje secundario y crucial) y de que la protagonista no es precisamente una femme fatale: la joven Teresa (Simone Signoret) que está infelizmente casada con su primo Camille, un tipo enfermizo, aburrido e insoportable, dominado por una madre igual de insoportable, que vive con ellos. Carné nos muestra a unos personajes que desean y odian, que chantajean y matan, que no se resignan a lo que les ha tocado en el sorteo sin recurrir a excesos melodramáticos, sin interferir tomando partido o juzgándolos, tan solo dejando que la realidad estropee naturalmente los guiones que habían intentado escribir para sus propias vidas.

La pareja protagonista, Simone Signoret y el italiano Raf Vallone, funciona realmente bien, especialmente una espléndida Simone Signoret, toda naturalidad y frescura en un papel realmente complejo. Perfecto también el personaje secundario del chantajista, interpretado por Roland Lesaffre, que un año después ascendería a categoría de protagonista en otro film de Carné, “El Aire de París” (1954), pese a que inicialmente mantiene esa actitud insufrible y falsamente amable típica de un chantajista, al final el espectador se encuentra en la ambigua situación de no poder evitar que le caiga simpático este veterano de guerra que lo único que quiere es montar una tienda de bicicletas y que, después de todo, quizá no sea mal tipo.

Un muy buen drama criminal alejado del retrato sucio, hiperrealista y psicológico de la obra original. La película en ese género es intachable, con escenas de suspense muy bien medidas y ese tono fatalista que tan bien se le daba a Carné en sus obras de preguerra. Nunca llegamos a disfrutar de la relación de Thérèse y Laurent, y de hecho más bien tenemos la sensación de que nunca van a poder ser libres para amarse.
Juan Marey
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9
13 de marzo de 2021
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando vi esta película, no tenía idea de quién era Mark Donskoy o cómo encajaba en la historia del cine ruso. Ahora sé que nació en 1901 en Odessa y falleció en 1981 en Moscú o que entre otros galardones fue distinguido en 1966 como Artista del Pueblo de la URSS y con tres Premio Stalin en 1941, 1946 y 1948. Participante en la Guerra Civil y en la Gran Guerra Patria, Donskoi estudió en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Crimea, pero su vida profesional se orientó al mundo del cine, donde empieza como guionista y ayudante de dirección, hasta que en 1927 codirige junto con Mijail Averbaj el drama piscológico “En la gran ciudad”. En 1930 Donskoi dirige su primer largometraje en solitario “La orilla ajena”, drama sobre un marino que atiende con indolencia su trabajo. Posteriormente, en 1938 dirige una de sus grandes obras, el drama biográfico “La infancia de Gorki”, primera parte de una trilogía sobre el escritor de Nizhni Novgorod, que continuará al año siguiente con “Entre los hombres”, donde el joven protagonista sufre las penurias de una vida humilde tras abandonar el hogar paterno. La trilogía se cierra en 1939 con “Mis universidades”, sobre el sueño roto del joven Gorki de estudiar que le lleva a buscar trabajo, y a una vida sin refugio. Otras películas realmente interesantes de este gran director ruso son el drama bélico “El arco iris” (1944), adaptación de la novela de la escritora polaca Wanda Wasilewska sobre una mujer que se hace partisana durante la Gran Guerra Patria, “La maestra rural” (1947), sobre el amor entre una profesora y un revolucionario, o la maravillosa película que hoy nos ocupa, “El caballo que llora” (1957)

La película es una adaptación de una historia de Mikhailo Kotsyubinsky, un escritor ucraniano ejecutado en las purgas estalinistas pero rehabilitado en 1955, que anticipa el "cine poético" ucraniano de los años 60 en su enfoque sobre los amantes desamparados y su celebración de la naturaleza. Ambientada en la década de 1830, la película sigue a dos amantes que huyen, una mujer obligada a casarse con una persona impuesta por el terrateniente que los gobierna y su novio, un siervo buscado por las autoridades, mientras intentan abrirse camino hacia la libertad. Una historia de amor fascinantemente hermosa.

Una obra maestra distintiva en la filmografía de Mark Donskoy que fue reconocida años después de su lanzamiento. Es seguramente su creación más lírica y sin duda se entronca mucho con ese lirismo que siempre estaba presente en el cine de John Ford. La desgarradora historia de amor de Ostap y Salomia es una oda a la libertad del amor y la importancia de los instintos naturales en la felicidad humana. La naturaleza, el amor y la espontaneidad del comportamiento humano son conceptos que Donskoy deifica en esta película, proyectando a través de la conmovedora historia que narra los obstáculos que las "instituciones" y "reglas" humanas ponen en el fluir natural de las cosas. Las impactantes imágenes de la naturaleza siguen las representaciones realistas de la vida popular, creando un contraste visual entre la naturaleza y el hombre. Lírico y al mismo tiempo crudamente realista, Donskoy con “El caballo que llora” creó su película más pesimista pero al mismo tiempo más verdadera, una de las obras maestras indiscutibles del cine soviético.
Juan Marey
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8
19 de mayo de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Uno de los grandes melodramas del maestro Griffith con el que adaptó una lacrimógena obra teatral de Lottie Blair Parker, una película de exacerbado romanticismo en la que Griffith consigue que esta historia rebosante de sentimentalismo interese en todo momento. Sus modos narrativos tienen fuerza, y los actores, sobre todo Lillian Gish y Lowell Sherman, entregan unas poderosas interpretaciones, la primera como mujer desvalida, acostumbrada a los padecimientos, y el otro como villano al que en algún momento asaltan los remordimientos. La historia recurre a todos los tópicos del género: seducción, deshonra, hijo ilegítimo... Sin embargo, la soberbia puesta en escena y su arrebatado aliento visual consiguen hacer olvidar fácilmente estas limitaciones, a partir de este material de práctico derribo Griffith consigue extraer un lirismo insuperable.

De nuevo Lillian Gish vuelve a brillar con luz propia en una actuación en la que, literalmente, se dejó la piel. En las dos horas y media largas de metraje la vemos evolucionar y pasar por toda una gama de personajes: alegre e ingenua chica de campo, inocente prometida, madre soltera, y finalmente una mujer madura perseguida por su pasado. Cada primer plano de la actriz es una obra de arte merced a su expresividad facial y la estupenda fotografía de Billy Bitzer. Su escena en solitario con el niño entre sus brazos es una pura lección de arte interpretativo.

Pero sin duda lo mejor es el tramo final de suspense con el que Griffith subraya el clímax de la película con una tormenta de nieve, mostrando a nuestra protagonista atrapada en un río de hielo. Dicha escena no sólo es la más llamativa del film sino que el rodaje de la misma en exteriores naturales ya forma parte de la historia del cine; en cualquier artículo que se recuerden rodajes accidentados siempre habrá una referencia a esta escena, durante la cual el equipo y, especialmente, Lillian Gish, tuvieron que soportar las frías temperaturas durante horas, en el caso de la actriz, incluso sufrió algunas secuelas de importancia, como consecuencia de mantener su mano derecha sumergida en el agua congelada tantos minutos ésta le quedó afectada durante el resto de su vida. Pero más allá de las anécdotas conocidas, la escena destaca por su magnífica factura visual, muy pocos directores de la época crearon clímax visuales como éste en que se aprovecha de tal manera la naturaleza como elemento dramático. Una absoluta maravilla.

Todo ese esfuerzo fue recompensado cuando la película se convirtió en una de las más taquilleras no sólo de la época sino de todos los tiempos. La película sigue atrayendo nuevos espectadores incluso hoy día a pesar de los un tanto desfasados valores morales decimonónicos. Todo un canto a la fuerza del tándem Griffith/Gish.
Juan Marey
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8
3 de febrero de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta cinta forma parte de un tríptico cinematográfico de Sjöström, iniciado con “Los Proscritos” (1918), continuado con el presente trabajo y terminado con “La carreta fantasma” (1921). Como ya hiciese con “Los proscritos”, adapta una novela de Franz Grillparzer, y nuevamente también como en aquella cinta, el director se involucra y participa en la elaboración del guión; únicamente le faltó el detalle de protagonizar este mediometraje que lleva todas las aristas y nortes de su director, para entonces ya curtido y experimentado con decenas de largometrajes producidos en apenas unos años.

Se aprecia en la película cierta economía en su desarrollo, encontraremos pocos elementos, pero muy bien pergeñados, en esa economía se advierte la experiencia y la suficiencia del director, la concisión y seriedad en la puesta en escena dan fe de un autor ya prácticamente consumado, en el oficio y en el arte del cine. Otra característica por la que la película se vuelve tan reconocible como obra de su autor, y a la vez un ejemplar del talento de su creador, es su herencia teatral, la carga dramática del teatro corre por sus venas, en el filme hay pocos personajes y pocos ambientes, casi uno solo, en la historia hay elementos que ciertamente hacían factible e incluso necesario un rodaje de estas características, y era Sjöström el director idóneo, con un cálido halo teatral, y dejando de lado artilugios o trucajes técnicos, era un hombre de teatro haciendo cine, y lo hacía muy bien.

Destacan como protagonistas absolutos de la cinta Tore Svennberg y Tora Teje como el conde y la condesa, respectivamente. Puede que estén trasnochados ciertos aspectos de los personajes (no hay que olvidar que se basa en un relato escrito un siglo antes), pero quedarse en eso no hace justicia a la película. La cinta cuenta un drama matrimonial en toda regla, con infidelidades, engaños, trampas y celos y los temores y sorpresas que se va llevando el conde a lo largo del metraje, que se transmiten perfectamente al espectador.

Notable trabajo del maestro Sjöström, su versatilidad, su amplio espectro de posibilidades artísticas, el espíritu sueco, y su solemne herencia fluyen en él, este trabajo es digno integrante de esa inmortal filmografía.
Juan Marey
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