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Críticas de cinedesolaris
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Críticas 308
Críticas ordenadas por utilidad
9
18 de marzo de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Orion Pictures compró, en primera instancia, los derechos de la novela El príncipe de la ciudad (1978), de Robert Daley, comisionado de policía, en la que se centraba en el policía de Nueva York Robert Leuci, gracias a cuyo testimonio, y grabaciones, fueron condenados cincuenta y dos policías por evasión de impuestos. Brian de Palma iba a dirigir la adaptación cinematográfica, escrita por David Rabe, y protagonizada por Robert De Niro. Pero el proyecto no se materializó, y Jay Presson Allen, que había leído el libro, pensó que era material adecuado para Sidney Lumet, quien aceptó con la condición de que ella no solo produjera, como era su pretensión, sino que escribiera, con él, el guion, además de que el protagonista estuviera interpretado por un actor poco conocido, para que no pesara la imagen del actor (o de las obras previas que hubiera protagonizado) y, por último, que la obra rondara las tres horas. Lumet quería rectificar el retrato unidimensional, de la policía de Nueva York, que consideraba había realizado en Serpico (1973). Esa utilización de actores poco renombrados ayudaba a la impresión de veracidad. El tratamiento fusiona ficción y documental. El príncipe de la ciudad (1981), está planteada como un informe, con la aparición, como introducción de capítulos, de las fichas de identificación de los personajes. Los procedimientos se combinan con los efectos emocionales en la vida del protagonista (y también en las personas más cercanas, en especial sus amigos policías) así como sus dilemas.

Lumet narra, de modo ejemplar una extenso y prolijo relato en personajes y sucesos (160 minutos que fluyen impecables), con una admirable capacidad de condensación, combinando ese aire de inmediatez, apoyado en rostros poco conocidos, espacios desastrados, que respiran autenticidad, y un afinado empleo del encuadre (el plano de las figuras en sombras de Ciello y los dos primeros abogados en una terraza, con la luz del crepúsculo, cuando él primero se decide a colaborar, que ya anticipa que las sombras dominarán el relato) y una narrativa elíptica (con brillantes montajes secuenciales) que va creando una sensación tan opresiva como crispada, de amordazamiento vital, en un descenso a los infiernos, el propio Sistema. Pocos cineastas han retratado con tal contundencia y precisión sus cloacas. La fotografía de Andrezj Bartkowiak acentúa esa sensación de intemperie, como los espacios en que transita la obra, y que desmiente ese errado lugar común de que Lumet descuida el aspecto visual (más bien lo elabora de un modo sutil: su uso de los planos generales, de los espacios...). Con Allen colaboraría de nuevo en la magnífica Veredicto final (1982). Posteriormente, rodaría otra obra magistral, que compartiría retrato judicial y policíaco, Distrito 34: Corrupción Total (1990), y dos obras notables como La noche cae sobre Manhattan (1996) y la satírica Declaradme culpable (2006).
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cinedesolaris
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9
15 de enero de 2023
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
a mujer del cuadro (Woman in the window, 1944) o cómo los escaparates de los sueños son peligrosos si subyace un miedo a convertirlos en realidad, ya que los temores generan pesadillas en las que habitan fantasmas a los que no se ha enfrentado en la mullida vida cotidiana que es vivir en la superficie de las cosas entre teorías y fantasías que no se han contrastado. ¿Cómo actuará uno en esa circunstancia sobre lo que se ha teorizado o que ha imaginado como fantasía ? ¿Qué revelará de uno mismo? Esa pesadilla, esto es, el contraste que se revela contradicción entre lo imaginado o supuesto y lo real, es la que nos narra Lang con su vitriolica geometría del desorden. Lang rodó esta película en 1944, e inmediatamente rodó con el mismo trio protagonista otra excelsa, y más cruda, obra maestra, Perversidad, (Scarlet street), en la cual, Robinson interpreta a un pintor que no ve (discierne cómo es) realmente a quién tiene delante. En La mujer del cuadro, Wanley (Edward G Robinson), en el cuadro proyecta sus fantasías, el reflejo de sus anhelos pero también, y sobre todo, de sus miedos. Por eso, la primera vez que ve a Alicia (Joan Bennett) es como reflejo, superpuesta sobre el cuadro, imagen sobre imagen (aparece cual emanación del escaparate o cuadro). Alicia es la modelo que posó para el cuadro. Alicia es la mujer del escaparate (es la traducción más precisa del título original). Alicia es la encarnación del cuadro, de un sueño, el de Wanley, quien cruza al otro lado del espejo pero en sus sueños.

La introducción de la película (en la vida de Wanley) no puede ser más precisa. Es un profesor de literatura que en la primera secuencia vemos cómo expone que hay diversas maneras de de juzgar el acto violento o crimen dependiendo de si es en defensa propia o premeditado. No reflexiona sino que constata que la ley diferencia grados de homicidio, si hay premeditación o no. Esto es, la materialización de los impulsos violentos pueden ser juzgados de distinta manera, con atenuantes o agravantes. En la posterior secuencia se despide en el vestíbulo de la estación de su esposa y sus dos hijos, que marchan de vacaciones. Wanley se desplaza por las calles como si hubiera perdido cierto sentido de la dirección, como si estuviera en un entre. En la entrada del club se reúne con sus amigos, Lalor (Raymond Massey), fiscal y Barskdale (Edmond Breon), médico, los cuáles se ríen al ver su mirada abstraída contemplando el cuadro de Alicia en el escaparate. Como indicará a sus amigos, para él el cuerpo es fuerte para las tentaciones, pero la mente es débil. Y su mente parece vulnerable, porque parece estar en otra parte, en el territorio de lo que quisiera que fuera (ese que germina en las fisuras del basamento de las insatisfacciones o de la falta, en cuanto carencia). Con sus amigos digresiona sobre su condición de hombres que han superado los cuarenta, sobre lo que implica de vida ya aposentada o postrada, dejadas atrás las aventuras, el fragor de la vida. Lo que se dice quizá no concuerda con lo que se quisiera. Wanley asegura, con convicción, que sería incapaz de tener el valor de tener una aventura con una mujer como la del escaparate. Pero cuando se han marchado sus amigos, coge el libro de El cantar de los cantares, libro que representa la conjugación de lo erótico y lo romántico, el canto de la vida esponsal y del triunfo del amor, quizá lo que siente le falta en su matrimonio. Wanley más que anhelar otra aventura anhela que su matrimonio fuera diferente, que le inspirara y satisfaciera unas emociones y unos deseos que no siente. Y a la vez, siente que no sería capaz de afrontar una aventura que realmente desea que se materializara.


Si en Perversidad la espesura de sus tinieblas, de su tétrica visualización, es el reflejo de esa cautiverio y extravío que se hace cuerpo en una atmósfera opresiva, en La mujer del cuadro es fascinante, en primer lugar, cómo Lang crea, de un modo sutil, una atmósfera de duermevela, a través de la dilatación temporal, de planos y secuencias. Hace cuerpo de esa sensación de que en los sueños todo parece vivirse de un modo más lento. Resalta la minuciosidad con qué narra todo el proceso de Wanley y Alice resolviendo la ocultación del crimen del hombre que ha irrumpido imprevistamente, un amante de Alice ( y que significativamente luego se revelará que es alguien poderoso, no alguien cualquiera, ya que es un importante empresario y financiero; es ya un signo de que en su sueño, en su cabeza, Wanley quiere ser derrotado, de que quiere que su tentación sea derrotada; de ahí la singular sucesión de adversidades y torpezas). Es conocedor de que la ley diferencia grados de homicidio pero decide no llamar a la policía, pese a que haya matado en defensa propia, no solo porque teme que las pruebas circunstanciales le incriminen. En teoría, hay atenuantes, pero él solo piensa en la posibilidad de agravantes, ya solo por la circunstancia en sí, por el hecho de estar en el apartamento de una mujer que no es su esposa. Opta por la ocultación porque no quiere exponerse. No solo le preocupa el crimen en sí sino su imagen social, cómo afectaría a su matrimonio.

En Perversidad realizó un complemento que reflejaba la precipitación en abismo de quien, también otro personaje de vida cotidiana anodina e insatisfactoria, se extravía en la proyección virtual sobre una mujer que no sabe ver, autoengaño que permite el engaño ajeno. En aquel caso, él realiza, pinta, el cuadro; ella es el retrato de su proyección, de su ceguera.
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cinedesolaris
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9
23 de julio de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Lord Jim, la película, pertenece a otro tiempo, aquel en el que podrían conjugarse unas bellas imágenes serenas sostenidas sobre unas oscuras turbulencias. El Clasicismo dejaba entrever sus fisuras sin dejar de confiar en la potencia de unas formas armónicas que ofrecían, como contraste, una sensibilidad que parecía condenarse a la extinción. La misma que representa el personaje de Lord Jim. Una integridad, de mirada, de lenguaje, y de actitud, que se fusionaban en un estilo y en un personaje, en la mirada de ambos. Una plenitud que es a la vez desgarradura. Un relato que crea la ilusión de sentido, y a la vez deja entrever el sinsentido y el fracaso. Un logro que además afirma una imposibilidad. Afirmación y negación conviven en una paradójica relación de plenitud. Jim representa la mirada que se pierde y rastrea entre las sombras y marañas (de sí mismo). Peter O’Toole aportaba al personaje las resonancias y reminiscencias de otro complejo y atormentado personaje, escindido en sí mismo, el que encarnó en Lawrence de Arabia. Curiosamente, en ambos casos, la primera opción fue Albert Finney. En Lord Jim, O´Toole se involucró con su productora, como también fue la primera producción de Brooks, quien ya en otra de sus grandes obras El fuego y la palabra (1960), había dispuesto del control del montaje final por primera vez. Sería su etapa más fructífera. Brooks, encadenaría una serie de espléndidas obras, como Los profesionales (1966), A sangre fría (1967), Con los ojos cerrados (1969) y Buscando al sr. Goodbar (1977) o notables, como Dólares (1971), Muerde la bala (1975) y Objetivo mortal (1982).

¿Quién es Lord Jim, traducción del sobrenombre de Tuana Jim, con el que le bautizan los nativos de Patusan, ficcional país de los Mares del Sur, para el que Conrad se inspiró en cierta zona de Borneo? ¿Son esos ojos azulados como el mar, pero debatiéndose en una tormenta que no tiene fin en su interior? La voz que nos presenta a Jim, la de Marlowe (Jack Hawkins), se refiere a él como uno de los nuestros, uno de tantos que erran por esos mares del Oriente pero que a la vez es único, excepción que es emblema, o lo que pudieran ser, expresión que será repetida en dos ocasiones más, cuando es censurado por su superior por hacer pública su vergüenza tras abandonar encallado en una tormenta el Patna (en vez de haberse consumido en su verguenza en privado sin que afectara a la imagen del nosotros, el resto de los oficiales marinos), y cuando los nativos de Patusan le agradecen que les haya liberado de la opresión de El general Ali (Elli Wallach) y de sus secuaces. Símbolo de vergüenza y símbolo de liberación. Traidor y héroe. Y, en medio, la vida que es tormenta, pero ¿Qué sabemos de las tormentas de nuestra mente, cómo nos enfrentamos a ellas?

En los primeros pasajes, a través de una narración elíptica, la voz de Marlowe, cual narrador, nos guía en la presentación de Jim, desde que es un cadete marino, y luego primer oficial bajo sus ordenes, con sus sueños románticos (novelescos e idealizados) de aventuras en las que actúa y reacciona como héroe (resuelto, determinado) ante cualquier contingencia y conflicto. Pero la realidad colisiona con los sueños; qué difícil es que se conjuguen. Jim se enrola en un desvencijado barco, el Patna, que traslada a cientos de musulmanes en peregrinaje hacia la Meca. Y una tormenta le deja en evidencia. A diferencia de sus superiores y compañeros oficiales, que al temer el naufragio no dudan en preocuparse solo de su propia suerte, y arrian un bote, Jim sí se preocupa de resolver el problema cuando el barco encalla, así como de la vida de esos peregrinos. Siente que son su responsabilidad, mientras que a los otros, seres sin conciencia, les da igual. Jim no es capaz de reaccionar como quisiera, y acaba en el bote con ellos, abandonando a los peregrinos a su destino. Para su vergüenza descubrirán al llegar a puerto que el Patna no naufragó. Jim sí tiene conciencia, por lo que no se esconde, y reconoce públicamente, y pone a juicio, su irresponsabilidad y falta de valor. Asume la condena o desprecio, porque él mismo ya se ha juzgado. Fue vencido por su miedo. Jim se convierte en una sombra errante por los puertos, realizando diversos trabajos sin ningún realce. No es nadie, no es nada, es uno más. Debe penar su falta, su carencia de personalidad y determinación.

Pero el azar posibilita que surja una segunda oportunidad (en paralelo al abandono de la voz narradora, ahora el relato fluye sin guía interpuesta). En esta ocasión, sí es capaz de reaccionar cuando un bote con mercancías de un comerciante, Stein (Paul Lukas), comprometido con las injusticias, sufre un intento de sabotaje. Con decisión, en vez de preocuparse solo de su vida, apaga las llamas. Pero aún queda otro tipo de llamas dentro de él. Un solo gesto no es suficiente para conjurar los fantasmas a los que no supo enfrentarse en aquella tormenta. No hay manera de que abandone su condición de espectro en vida (con esa lacerante sombra de culpa o verguenza que le pesa), aun cuando se le dé la oportunidad, al transportar unas mercancías a Patusan, de enfrentarse a aquellos, al mando de Ali, que intentan sojuzgar a otros. Resiste la tortura a la que le somete Ali, y tras lograr escapar, conduce a los nativos en su lucha contra el opresor, que culmina con la victoria, pero las sombras siempre estarán ahí. No dejará de estar a prueba, porque aún puede sufrir momentos de parálisis por el miedo (como en cierto lance de la batalla).
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cinedesolaris
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9
27 de febrero de 2022
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
¿Se puede amar a un hombre que ha atropellado, aun accidentalmente, al hombre que amabas? Es con lo que se confronta Yumiko (Yôko Tsukasa) con respecto a Mishima (Yûzô Kayama), en la hermosísima Nubes dispersas (Midaregumo, 1967),de Mikio Naruse, una de las más sublimes cotas del melodrama. El talento de este poco (re)conocido cineasta japonés se ejemplifica en el siguiente plano: Yumiko abre las puertas correderas de su habitación, pero se queda vacilante en el umbral, en el amago de un gesto indefinido que no finaliza, sin entrar ni volver a salir, convirtiendo el plano en una interrogante que pone en cuestión su misma interrogante, y que además corporeiza el forcejeo que ha palpitado (como brasa contenida) en su interior durante buena parte de la narración. Y, elocuentemente, en la siguiente secuencia, su relación con Mishima dará un giro (significativamente, en un entorno natural, de esplendoroso verde) que parecerá radical, porque quedará en amago, ya que sus forcejeos interiores, el peso de sus fantasmas (de dolor) seguirán interfierendo en la realización. Hasta ese momento, ya superado el ecuador de la narración, el azar parecía desafiar continuamente a su dolor, a su ansía de olvido (que realmente implicaba el empecinado intento de mantener hibernada o embalsmada en su interior una pena que no se sabía superar o afrontar o de la que no se esforzaba en desprenderse, obcecación que imposibilitaba que se rehiciera). El azar parecía retar su inclinación a esconder la cabeza (mente) en un hoyo, al no dejar de sucederse encuentros casuales con Mishima, el hombre al que culpaba de la muerte de su marido, en vez de afrontar que quizá meramente era una cuestión de nefasto azar. El desquiciamiento de esa obcecada negación queda evidenciado en cómo no sólo le pide que deje de suministrarle dinero cada mes para romper cualquier vínculo, sino en que se traslade a otro lugar para evitar que coincidan en ningún lugar. Vano intento (el azar sigue trastocando su voluntad y pondrá en cuestión sus mismos sentimientos).

Resulta admirable cómo Naruse introduce la película a través de movimientos de personajes: Yumiko saliendo de casa, y del hospital al que ha acudido a la consulta ginelogógica (solo se ve cómo sale del despacho), o su marido saliendo del edificio donde trabaja dirigiéndose a su encuentro; ambos personajes, que se encuentran en un restaurante, planean irse al extranjero, asentarse en Estados Unidos: el montaje secuencial elípitico, y las específicas elipsis; son elocuentes, como anticipo de una sustracción vital, o cómo Yumiko no logrará quebrar (salirse de la) la cerrazón de su dolor, aunque intente fugazmente superarlo. En esas primeras secuencias, un niño pequeño, su sobrino, dice a Yumiko una expresion televisiva de despedida, premonición de la muerte de su esposo, y de una mujer que no sabrá despedirse de su pena (que permanecerá en irresoluble estado de despedida y de no saber decir hola a la vida); un tren cruza el encuadre, en el que viaja Yumiko jugando sonriente con un bebé (ella está embarazada)
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cinedesolaris
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8
17 de octubre de 2021
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
Un lóbrego plano abre el muy sugerente film noir británico Me hicieron un fugitivo (They made me a fugitive, 1947), de Alberto Cavalcanti, con guion de Noel Langley, que adapta la novela A convict has escaped, de Jackson Budd. Es un plano general de una calle en el que resalta, en lo alto de un edificio, la abreviatura RIP. Unos hombres descargan un féretro para introducirlo en la funeraria, pero ésta no es lo que parece, ya que lo que portan no es sino un alijo de tabaco. Tampoco será para Clem (Trevor Howard) la realidad acorde a lo que espera, cuando decide unirse a la banda de contrabandistas comandada por Narcy (Griffth Jones). Lo hace porque busca insuflar un poco de acción, de sensación de acontecimiento, a una vida que siente abocada a la insatisfecha rutina, tras haber cumplido como aviador de la RAF en la recién finalizada segunda guerra mundial. Para Narcy, acorde a su suficiencia o ínfulas de grandeza, integrarle en la banda supone dotarla de cierta imagen de distinción dada la pertenencia de Clem a una clase de extracción más alta. Tiene bien claro sus propósitos, el afianzamiento, siempre en ascenso, de su posición de poder, para cuyo fin cualquier medio es válido, mientras que Clem se define por su circunstancia de deriva vital, la cual queda bien reflejada en la secuencia de su presentación, aquella en la que sella el acuerdo con Narcy, en estado de embriaguez, mientras, durante toda la secuencia, realiza varios intentos de encender el cigarrillo sin nunca lograrlo, acción que ya anticipa la ofuscación de su decisión

.La aventura, en cuanto fantasía, no será como esperaba Clem, una cosa es el contrabando de medias o tabaco, y otra el tráfico de cocaína, lo que determinará el primer enfrentamiento con Narcy, quien, por otro lado, había evidenciado claras muestras de interés por la novia de Clem desde el momento que la conoce. Narcy necesita quitar de la “película” al rival amoroso, y además no le gusta que le contraríen y repliquen, por lo que decidirá, en su siguiente golpe, traicionar a Clem, que conllevará que éste sea detenido. Cavalcanti, con admirable precisión, en breves secuencias ha definido a unos personajes y un sombrío ambiente (que refleja, en un sentido amplio, el que se respiraba tras acabar la guerra, una atmósfera que rezuma pérdida o extravío, circunstancia que era territorio abonado para que fertilizara un instinto de supervivencia que no sabe de escrúpulos). El tramo central narrará la huida de Clem de la prisión, con ánimo de vengarse de Clem, lo que depara un par de brillantes secuencias. Aquella en la que una mujer le acoge en una apartada casa rural, permitiéndole que se dé una ducha, cambie de ropa y coma algo, pero que se revelará como una turbia variante de aquella de 39 escalones (1935), de Alfred Hitchcock, en la que el protagonista era acogido por un granjero y su joven esposa. Si en esta el suspicaz granjero veía al protagonista como una amenaza porque teme que intente seducir a su esposa, en la de Cavalcanti, la mujer le acabará pidiendo, como intercambio por la ayuda que le ha prestado, que mate a su esposo (lo que hará ella inmediatamente después de que él se vaya aprovechando las huellas que él ha dejado en la pistola).
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cinedesolaris
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