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Críticas ordenadas por utilidad
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6,6
87.803
7
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Jaume Balagueró y Paco Plaza habían tocado fondo en su labor autoral-creativa – venganza de Satanás por tanto vilipendio o corrompidos por el poder destructor del establishment cinematográfico, que es mucho más maligno -. Si no no hay manera de entender que el primero - autor de la mejor película de terror del último cine español, Los sin nombre y de la brillante Darkness - fuera capaz de dirigir ese espanto titulado Frágiles; mientras que el segundo, comenzara con la desconocida y fascinante El segundo nombre para acabar dirigiendo la tontería de Romasanta.
Rec rescata los cadáveres de ambos directores y los hace resurgir de sus cenizas con una película sobresaliente en todos sus parámetros… pero que paradójicamente deja una sensación agridulce.
Rec tiene la virtud máxima de un cuidadísimo e inteligentísimo guión que explota hasta las últimas consecuencias sus armas para generar terror: 1) la búsqueda despiadada de la realidad palpable que hace que el espectador se identifique con lo que ve, valiéndose de la grabación cámara en mano y del formato digital televisivo, de un hilo conductor televisivo reconocible por cualquier telespectador, de planos-secuencia larguísimos que dan pie a la improvisación actoral de unos actores, por otra parte, semidesconocidos; 2) la sensación de asfixia, de claustrofobia enfermiza que mantiene a los personajes – y al espectador – encerrados en un lugar sin escapatoria que va menguando sibilinamente hasta acorralarlos física y mentalmente en el último acto; 3) el uso de la oscuridad durante toda la película pero con un protagonismo absoluto en el clímax final – más copia que homenaje a El silencio de los corderos, pero que es un acierto también ya que puestos a copiar, se copia a los buenos.
El pero de la película es un pero genérico. Esa búsqueda de la realidad para empatizar con el espectador parte paradójicamente de un error de base, que la realidad zombie no es creíble. Por eso Rec sí puede considerarse una obra original y desgarradora dentro del género de terror zombie – aunque alejada, por su vacuidad de títulos como La noche de los muertos vivientes o 28 semanas después - pero no da miedo – ese miedo real aniquilador de la razón que tiene que ver con la condición humana y la maldad que llevamos dentro –. Rec no asusta como asustaban los camioneros de Breakdown, el hotelero de Psicosis, el padre de familia de Session 9, el coronel Kurtz de Apocalypse now o la máquina de escribir de El resplandor.
Pero por encima de todo lo bueno y lo malo del film, Rec supone un ataque al elitismo del cine y demuestra que se puede hacer buen cine barato – siempre que haya una buena historia y un buen guionista detrás - amparándose en las nuevas tecnologías. Que cunda el ejemplo y así podremos librarnos para siempre del caciquismo mafioso que ha negado el acceso al séptimo arte al que no venga con un pan debajo del brazo o una recomendación y lo ha dejado en manos de mentes peladas que se lo comen todo sin tener nada que decir. Esos son los zombies que dan miedo de verdad.
Rec rescata los cadáveres de ambos directores y los hace resurgir de sus cenizas con una película sobresaliente en todos sus parámetros… pero que paradójicamente deja una sensación agridulce.
Rec tiene la virtud máxima de un cuidadísimo e inteligentísimo guión que explota hasta las últimas consecuencias sus armas para generar terror: 1) la búsqueda despiadada de la realidad palpable que hace que el espectador se identifique con lo que ve, valiéndose de la grabación cámara en mano y del formato digital televisivo, de un hilo conductor televisivo reconocible por cualquier telespectador, de planos-secuencia larguísimos que dan pie a la improvisación actoral de unos actores, por otra parte, semidesconocidos; 2) la sensación de asfixia, de claustrofobia enfermiza que mantiene a los personajes – y al espectador – encerrados en un lugar sin escapatoria que va menguando sibilinamente hasta acorralarlos física y mentalmente en el último acto; 3) el uso de la oscuridad durante toda la película pero con un protagonismo absoluto en el clímax final – más copia que homenaje a El silencio de los corderos, pero que es un acierto también ya que puestos a copiar, se copia a los buenos.
El pero de la película es un pero genérico. Esa búsqueda de la realidad para empatizar con el espectador parte paradójicamente de un error de base, que la realidad zombie no es creíble. Por eso Rec sí puede considerarse una obra original y desgarradora dentro del género de terror zombie – aunque alejada, por su vacuidad de títulos como La noche de los muertos vivientes o 28 semanas después - pero no da miedo – ese miedo real aniquilador de la razón que tiene que ver con la condición humana y la maldad que llevamos dentro –. Rec no asusta como asustaban los camioneros de Breakdown, el hotelero de Psicosis, el padre de familia de Session 9, el coronel Kurtz de Apocalypse now o la máquina de escribir de El resplandor.
Pero por encima de todo lo bueno y lo malo del film, Rec supone un ataque al elitismo del cine y demuestra que se puede hacer buen cine barato – siempre que haya una buena historia y un buen guionista detrás - amparándose en las nuevas tecnologías. Que cunda el ejemplo y así podremos librarnos para siempre del caciquismo mafioso que ha negado el acceso al séptimo arte al que no venga con un pan debajo del brazo o una recomendación y lo ha dejado en manos de mentes peladas que se lo comen todo sin tener nada que decir. Esos son los zombies que dan miedo de verdad.

7,4
60.467
9
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
Mi padre era minero, vivió enterrado toda su vida…
Así se define en una sola frase lapidaria que es pura melancolía escrita en el diario de una prostituta rusa lo que es Promesas del Este.
Con el pretexto de una historia de mafias rusas londinenses y trata de blancas Cronenberg nos cuenta que la prostituta no es la chica, la puta es el hombre y su alma.
Una historia de violencia, penúltima del director y una de las pocas obras maestras del cine de los últimos años – junto a El viento que agita la cebada de Ken Loach – provenía del cómic y definía la figura del héroe de verdad – sin máscaras, sin capa ni espada ni doble moral - en un mundo, éste, donde la miseria humana es el malo de turno.
Promesas del Este forma parte de la que podría definirse como su trilogía del héroe contemporáneo – que comenzó con el inestable Ralph Fiennes de Spider – porque a pesar de que la historia no proviene del cómic, el genio filma una novela gráfica en imágenes.
Pocas películas son capaces de crear héroes de carne y hueso. Sin city era fantoche, 300, músculos y jabón, Batman, tan oscura como poco brillante, Superman encantadora pero profunda como los calzoncillos rojos de Clark Kent. Mejor rescatar locuras asiáticas, Ichi the killer y Old boy o excepciones occidentales, Camino a la perdición.
Cronenberg sí sabe crearlos. Por autor con discurso y estilo y porque consigue que de un relato mezcla de fantasías y promesas contextuales surja una historia arrebatadora llena de realidades; diseccionando como hicieron sus gemelos de Inseparables la profunda decepción que siente hacia el hombre o el habernos metamorfoseado - como su mosca goldblumniana - de lo malo en lo peor, un mundo basura, un ser humano que apesta.
Y el héroe, Viggo Mortensen, un héroe que se contradice porque su poder es la imperfección, es mucho más gigante con Cronenberg que con el Alatriste de Díaz Yanes o el Aragorn de Peter Jackson. Nikolai Luzhin, su personaje, nos llega al alma porque desnuda nuestras miserias, que también son las suyas.
Una historia de violencia transcurría en los Estados Unidos, Promesas del Este en Londres, la elección no es casual. Cronenberg lo tiene claro, tras la magnífica apariencia que damos se esconde el monstruo, falso, hipócrita y mentiroso. Por eso dota a todos sus personajes, magistrales todos – y entre ellos un Vincent Cassel desconocido y memorable – de una doble identidad. Nada es lo que parece ni nadie lo que aparenta.
Los tatuajes de Nikolai nos dan la pauta, cuentan su vida como metáforas de las huellas de su pasado. No somos lo que decimos – las palabras son mentirosas - somos lo que hacemos, lo ocultemos o no. Yo soy yo y mis circunstancias que decía Ortega y Gasset. He ahí la tragedia que arrastramos.
El último plano de Promesas del Este - desde ya genial, perturbador y duradero - evoca como el final de Conan el Bárbaro la melancolía y la magnificiencia del rey sentado en su trono, del héroe vencedor pero también vencido por todo lo que queda por delante.
Suerte Nikolai Luzhin.
Así se define en una sola frase lapidaria que es pura melancolía escrita en el diario de una prostituta rusa lo que es Promesas del Este.
Con el pretexto de una historia de mafias rusas londinenses y trata de blancas Cronenberg nos cuenta que la prostituta no es la chica, la puta es el hombre y su alma.
Una historia de violencia, penúltima del director y una de las pocas obras maestras del cine de los últimos años – junto a El viento que agita la cebada de Ken Loach – provenía del cómic y definía la figura del héroe de verdad – sin máscaras, sin capa ni espada ni doble moral - en un mundo, éste, donde la miseria humana es el malo de turno.
Promesas del Este forma parte de la que podría definirse como su trilogía del héroe contemporáneo – que comenzó con el inestable Ralph Fiennes de Spider – porque a pesar de que la historia no proviene del cómic, el genio filma una novela gráfica en imágenes.
Pocas películas son capaces de crear héroes de carne y hueso. Sin city era fantoche, 300, músculos y jabón, Batman, tan oscura como poco brillante, Superman encantadora pero profunda como los calzoncillos rojos de Clark Kent. Mejor rescatar locuras asiáticas, Ichi the killer y Old boy o excepciones occidentales, Camino a la perdición.
Cronenberg sí sabe crearlos. Por autor con discurso y estilo y porque consigue que de un relato mezcla de fantasías y promesas contextuales surja una historia arrebatadora llena de realidades; diseccionando como hicieron sus gemelos de Inseparables la profunda decepción que siente hacia el hombre o el habernos metamorfoseado - como su mosca goldblumniana - de lo malo en lo peor, un mundo basura, un ser humano que apesta.
Y el héroe, Viggo Mortensen, un héroe que se contradice porque su poder es la imperfección, es mucho más gigante con Cronenberg que con el Alatriste de Díaz Yanes o el Aragorn de Peter Jackson. Nikolai Luzhin, su personaje, nos llega al alma porque desnuda nuestras miserias, que también son las suyas.
Una historia de violencia transcurría en los Estados Unidos, Promesas del Este en Londres, la elección no es casual. Cronenberg lo tiene claro, tras la magnífica apariencia que damos se esconde el monstruo, falso, hipócrita y mentiroso. Por eso dota a todos sus personajes, magistrales todos – y entre ellos un Vincent Cassel desconocido y memorable – de una doble identidad. Nada es lo que parece ni nadie lo que aparenta.
Los tatuajes de Nikolai nos dan la pauta, cuentan su vida como metáforas de las huellas de su pasado. No somos lo que decimos – las palabras son mentirosas - somos lo que hacemos, lo ocultemos o no. Yo soy yo y mis circunstancias que decía Ortega y Gasset. He ahí la tragedia que arrastramos.
El último plano de Promesas del Este - desde ya genial, perturbador y duradero - evoca como el final de Conan el Bárbaro la melancolía y la magnificiencia del rey sentado en su trono, del héroe vencedor pero también vencido por todo lo que queda por delante.
Suerte Nikolai Luzhin.

6,1
29.878
6
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
¿Con cuántas películas de cine se ha pasado verdadero miedo? Se pueden contar con los dedos de la mano.
En España, en los últimos años, la cosa se pone todavía más cruda, Los sin nombre y Rec de Jaume Balagueró, Tesis y Los otros de Alejandro Amenabar, 28 semanas después de Juan Carlos Fresnadillo y El día de la bestia de Álex de la Iglesia.
Los ojos de Julia de Guillem Morales ya puede añadirse a esta pequeña lista porque es terrorífica y desnuda uno de los miedos más interiores y viscerales que padece el hombre, el miedo a la oscuridad. Pero no sólo al miedo a una oscuridad que podría llamarse física, palpable sino también – y seguramente es el mayor acierto de la película – a una oscuridad interior, el miedo a pasar desapercibido, a ser uno más entre millones de hombres, a sentir que la vida te ha derrotado y vagar como un muerto en vida.
Y todo gracias a un guión muy racional en su creación pero muy pasional en su puesta de largo que construye a uno de los mejores villanos de los últimos años. Un antagonista creíble, absolutamente humano, veraz y coherente con el que es fácil empatizar para llegar a entender que su derrota es la que vive la mayoría de la gente. Un feo, un perdedor como lo fueron el Nick Nolte de Aflicción y el Sean Penn de El asesinato de Richard Nixon, dos obras maestras del cine a reivindicar.
¿Y es que existe algo más humano que querer sentirse un hombre? En un mundo donde todo entra por los ojos y la belleza es el estandarte, comprender que jamás podrás ser es suficiente como para querer apagar la luz. El villano es un ángel cuando nadie puede verle y sólo se convierte en demonio a los ojos de los demás. Absolutamente excepcional.
Otro de los puntos de extrema brillantez de la película tiene que ver con su magnífica puesta en escena, su montaje y el tratamiento del sonido.
Los momentos de puro terror – que los hay durante toda la película y no decaen en ningún momento - mantienen al espectador agarrotado, acojonado y vencido ante los acontecimientos y son el resultado de la magnífica puesta en escena diseñada por Guillem Morales.
Hay dos momentos especialmente brillantes en la película donde el director demuestra su personalidad y estilo en la puesta en escena:
1) Cada vez que la oscuridad aparece se convierte en personaje y la película alcanza tintes de obra maestra abriendo la caja de Pandora de nuestros miedos más ancestrales; miedo visceral y agónico que entra por los sentidos, miedo conectado a nuestro ADN y que destroza el alma - Guillem Morales ya hizo algo parecido en El habitante incierto hablándonos del terror a que alguien invada tu espacio, el lugar donde uno se siente seguro pero se perdía en la segunda mitad de la película al volverse todo más trascendental y complicado -.
2) El clímax, inspirado claramente en el de El silencio de los corderos, pero siendo capaz de imprimirle un sello personal demoledor que aturde y deja con la boca abierta al espectador y lo convierte en uno de los más impactantes e hipnóticos momentos climáticos que se hayan filmado.
Se podría hablar ya de un clásico del cine español si no fuese por dos detalles que estropean la película:
1) El toque de amor meloso, falso, azucarado, pesadísimo e irritante que envuelve la película - y te echa para atrás en su plano final - y que demuestra el miedo a arriesgar de sus creadores y las dudas de ofrecer al público una obra maestra sin paliativos. Estúpida necesidad de adornar lo terrible de la condición humana con una pantomima amorosa adornada de romanticismo cutre que le roba veracidad a toda la trama. Hay que desterrar ya de una vez los miedos a contar películas puras y verdaderas sin incidir en salvavidas almibarados. No hay que creerse que el público es tan tonto, aunque lo sea.
2) La fotografía academicista. Es fascinante vivir con Julia, la protagonista, los momentos en que se va quedando ciega; pero es horrible envolver la película de una fotografía demasiado perfecta – como ocurría en El orfanato o como ocurría también en todas las películas de la Factoría Filmax. Tan perfecta que pierde parte de la credibilidad, naturalidad y crudeza que debería tener y la vuelve paradójicamente irreal, falsa e impostada.
Muy superior a cualquier otra película del momento, cuando Guillem Morales y su equipo pierdan el miedo a fracasar, Cannes se rendirá a sus pies.
En España, en los últimos años, la cosa se pone todavía más cruda, Los sin nombre y Rec de Jaume Balagueró, Tesis y Los otros de Alejandro Amenabar, 28 semanas después de Juan Carlos Fresnadillo y El día de la bestia de Álex de la Iglesia.
Los ojos de Julia de Guillem Morales ya puede añadirse a esta pequeña lista porque es terrorífica y desnuda uno de los miedos más interiores y viscerales que padece el hombre, el miedo a la oscuridad. Pero no sólo al miedo a una oscuridad que podría llamarse física, palpable sino también – y seguramente es el mayor acierto de la película – a una oscuridad interior, el miedo a pasar desapercibido, a ser uno más entre millones de hombres, a sentir que la vida te ha derrotado y vagar como un muerto en vida.
Y todo gracias a un guión muy racional en su creación pero muy pasional en su puesta de largo que construye a uno de los mejores villanos de los últimos años. Un antagonista creíble, absolutamente humano, veraz y coherente con el que es fácil empatizar para llegar a entender que su derrota es la que vive la mayoría de la gente. Un feo, un perdedor como lo fueron el Nick Nolte de Aflicción y el Sean Penn de El asesinato de Richard Nixon, dos obras maestras del cine a reivindicar.
¿Y es que existe algo más humano que querer sentirse un hombre? En un mundo donde todo entra por los ojos y la belleza es el estandarte, comprender que jamás podrás ser es suficiente como para querer apagar la luz. El villano es un ángel cuando nadie puede verle y sólo se convierte en demonio a los ojos de los demás. Absolutamente excepcional.
Otro de los puntos de extrema brillantez de la película tiene que ver con su magnífica puesta en escena, su montaje y el tratamiento del sonido.
Los momentos de puro terror – que los hay durante toda la película y no decaen en ningún momento - mantienen al espectador agarrotado, acojonado y vencido ante los acontecimientos y son el resultado de la magnífica puesta en escena diseñada por Guillem Morales.
Hay dos momentos especialmente brillantes en la película donde el director demuestra su personalidad y estilo en la puesta en escena:
1) Cada vez que la oscuridad aparece se convierte en personaje y la película alcanza tintes de obra maestra abriendo la caja de Pandora de nuestros miedos más ancestrales; miedo visceral y agónico que entra por los sentidos, miedo conectado a nuestro ADN y que destroza el alma - Guillem Morales ya hizo algo parecido en El habitante incierto hablándonos del terror a que alguien invada tu espacio, el lugar donde uno se siente seguro pero se perdía en la segunda mitad de la película al volverse todo más trascendental y complicado -.
2) El clímax, inspirado claramente en el de El silencio de los corderos, pero siendo capaz de imprimirle un sello personal demoledor que aturde y deja con la boca abierta al espectador y lo convierte en uno de los más impactantes e hipnóticos momentos climáticos que se hayan filmado.
Se podría hablar ya de un clásico del cine español si no fuese por dos detalles que estropean la película:
1) El toque de amor meloso, falso, azucarado, pesadísimo e irritante que envuelve la película - y te echa para atrás en su plano final - y que demuestra el miedo a arriesgar de sus creadores y las dudas de ofrecer al público una obra maestra sin paliativos. Estúpida necesidad de adornar lo terrible de la condición humana con una pantomima amorosa adornada de romanticismo cutre que le roba veracidad a toda la trama. Hay que desterrar ya de una vez los miedos a contar películas puras y verdaderas sin incidir en salvavidas almibarados. No hay que creerse que el público es tan tonto, aunque lo sea.
2) La fotografía academicista. Es fascinante vivir con Julia, la protagonista, los momentos en que se va quedando ciega; pero es horrible envolver la película de una fotografía demasiado perfecta – como ocurría en El orfanato o como ocurría también en todas las películas de la Factoría Filmax. Tan perfecta que pierde parte de la credibilidad, naturalidad y crudeza que debería tener y la vuelve paradójicamente irreal, falsa e impostada.
Muy superior a cualquier otra película del momento, cuando Guillem Morales y su equipo pierdan el miedo a fracasar, Cannes se rendirá a sus pies.
10
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
La silla de Fernando de David Trueba hace justicia sentando al rey – los reyes de verdad jamás reinan por cuestiones de sangre sino por sabiduría - en su trono.
Fernando Fernán Gómez es el mejor actor español de todos los tiempos pero a la vez un desconocido del gran público; queda su vejez, su voz profunda y su mala leche, y ése es el estigma de los españoles – como denuncia el propio actor en el documental – el desprecio, el quedarnos con lo indigno y olvidarnos de la virtud. Aquí no hay genios que valgan, que ni Picasso por vicioso, ni Dalí por estrafalario, ni Fernán Gómez por colérico y obsceno.
Pues este señor que se ha ido ha participado como actor, guionista o director en la mayoría de películas clave de la historia del cine español. Se dio a conocer en pequeños clásicos desconocidos como Domingo de carnaval, Vida en sombras o Embrujo. Aportó su dosis de revolución juvenil cinematográfica junto a Berlanga y Bardem en Esa pareja feliz y ya no paró de crecer con El inquilino, La vida por delante o La vida alrededor. Mención aparte para El extraño viaje, escrita y dirigida por él y que se encuentra entre las cinco mejores películas españolas de siempre con su crítica feroz a esa España profunda que a día de hoy no termina de morirse; y la obra maestra de nuestro cine - junto a El verdugo de Berlanga - El espíritu de la colmena de Víctor Erice, la poesía fotografiada, la mirada ingenua de una niña bajo el peso monstruoso de la postguerra. Y en todas ellas, Fernando Fernán Gómez, sibarita y hedonista, que siempre quiso estar donde algo bueno se cocía.
Se tiende a hablar de documentales como el de La silla de Fernando de manera despectiva llamándoles documentales de cabezas parlantes – El desencanto de Jaime Chavarri, cumbre del documental español, lo es -, pero cuando alguien tiene algo que contar lo mejor es escucharle; y Fernando Fernán Gómez es culto, mágico, fascinante, honesto, existencialista y picante.
El documental es desmitificador y cuenta, por encima del mito, la verdad de un hombre viejo que no se esconde de nada ni de nadie porque ya no tiene dónde esconderse. La lección vale para cualquiera de nosotros, ¿de qué sirve tanta bagatela, tanta hipocresía y adorno? Lo que la vida separa y capitaliza, la muerte acaba socializando. Fernán Gómez listo como el diablo lo comprende y ofrece su verdad absoluta dejando el disfraz sólo para cuando gritan ¡acción!
Como diría el genio, para qué callarse… la censura, el cara al sol, Jorge Sanz, el cine cutre español, Aznar y su troupe, la prensa rosa, George Lucas y George Bush, Van Damme, el Papa y los toreros, ¡váyanse a la mierda!
Fernando Fernán Gómez es el mejor actor español de todos los tiempos pero a la vez un desconocido del gran público; queda su vejez, su voz profunda y su mala leche, y ése es el estigma de los españoles – como denuncia el propio actor en el documental – el desprecio, el quedarnos con lo indigno y olvidarnos de la virtud. Aquí no hay genios que valgan, que ni Picasso por vicioso, ni Dalí por estrafalario, ni Fernán Gómez por colérico y obsceno.
Pues este señor que se ha ido ha participado como actor, guionista o director en la mayoría de películas clave de la historia del cine español. Se dio a conocer en pequeños clásicos desconocidos como Domingo de carnaval, Vida en sombras o Embrujo. Aportó su dosis de revolución juvenil cinematográfica junto a Berlanga y Bardem en Esa pareja feliz y ya no paró de crecer con El inquilino, La vida por delante o La vida alrededor. Mención aparte para El extraño viaje, escrita y dirigida por él y que se encuentra entre las cinco mejores películas españolas de siempre con su crítica feroz a esa España profunda que a día de hoy no termina de morirse; y la obra maestra de nuestro cine - junto a El verdugo de Berlanga - El espíritu de la colmena de Víctor Erice, la poesía fotografiada, la mirada ingenua de una niña bajo el peso monstruoso de la postguerra. Y en todas ellas, Fernando Fernán Gómez, sibarita y hedonista, que siempre quiso estar donde algo bueno se cocía.
Se tiende a hablar de documentales como el de La silla de Fernando de manera despectiva llamándoles documentales de cabezas parlantes – El desencanto de Jaime Chavarri, cumbre del documental español, lo es -, pero cuando alguien tiene algo que contar lo mejor es escucharle; y Fernando Fernán Gómez es culto, mágico, fascinante, honesto, existencialista y picante.
El documental es desmitificador y cuenta, por encima del mito, la verdad de un hombre viejo que no se esconde de nada ni de nadie porque ya no tiene dónde esconderse. La lección vale para cualquiera de nosotros, ¿de qué sirve tanta bagatela, tanta hipocresía y adorno? Lo que la vida separa y capitaliza, la muerte acaba socializando. Fernán Gómez listo como el diablo lo comprende y ofrece su verdad absoluta dejando el disfraz sólo para cuando gritan ¡acción!
Como diría el genio, para qué callarse… la censura, el cara al sol, Jorge Sanz, el cine cutre español, Aznar y su troupe, la prensa rosa, George Lucas y George Bush, Van Damme, el Papa y los toreros, ¡váyanse a la mierda!

6,6
2.087
8
1 de agosto de 2018
1 de agosto de 2018
Sé el primero en valorar esta crítica
El inicio de La banda nos visita es magistral y supone una declaración de intenciones de los protagonistas, una banda de música de la policía egipcia: somos pequeños, somos los que quedan en segundo plano, los invisibles… ¿quién no se siente así en la vida?
Pequeños sí, desapercibidos, antihéroes de un cuento de Sherezade cuya incursión modesta en la vida de los personajes que se cruzan en su camino resulta determinante. Así los paganos reyes magos ofrecen a los habitantes de un arrabal judío todas sus riquezas: una melodía inacabada, una verdad que le consume por dentro o un libertinaje de mil y una noches.
La banda nos visita está repleta de momentos mágicos de vacíos cotidianos que claman necesidades sin saber cómo expresarlas – porque la vida no es un brillante diálogo shakesperiano sino una acumulación de silencios -. Ésa es la belleza de la película: la sencillez combinada con el sentimiento de derrota de personajes que conocemos bien, y sus agónicos silencios que piden a grito pelado un poco de amor, de cariño o de compañía – como la ronda nocturna en el parque de dos desenamorados sintiendo de nuevo a los cuarenta y tantos la necesidad de la primera cita o la tontura empática y secuestro emocional de los jóvenes patinadores que quieren y no saben qué.
Ante la imposibilidad de entenderse o el miedo a entenderse quizás – por eso juega un papel fundamental los tres idiomas que maneja la película -, callan y dejan que la vida pase, rastrera, soñando que sólo fue un sueño, bonito sueño eso sí.
Es la brutal metáfora de este mundo y sus miserables habitantes que en lo más profundo del alma desean – y necesitan - entenderse pero no se atreven y continúan callados como bestias - de la guerra de odios – en celo.
La invitación que recibe la banda de música de la policía árabe para tocar en un festival israelí - dejando de lado el conflicto bélico latente y el aborrecimiento xenófobo - es la precisa y preciosa excusa – mcguffin que diría Hitchcock – para contar lo verdadero, lo humano de las relaciones; y en ésas, en el cara a cara, no entra la mentira mediática ni el politiqueo sólo los cuentos que cuentan cosas de verdad.
Pequeños sí, desapercibidos, antihéroes de un cuento de Sherezade cuya incursión modesta en la vida de los personajes que se cruzan en su camino resulta determinante. Así los paganos reyes magos ofrecen a los habitantes de un arrabal judío todas sus riquezas: una melodía inacabada, una verdad que le consume por dentro o un libertinaje de mil y una noches.
La banda nos visita está repleta de momentos mágicos de vacíos cotidianos que claman necesidades sin saber cómo expresarlas – porque la vida no es un brillante diálogo shakesperiano sino una acumulación de silencios -. Ésa es la belleza de la película: la sencillez combinada con el sentimiento de derrota de personajes que conocemos bien, y sus agónicos silencios que piden a grito pelado un poco de amor, de cariño o de compañía – como la ronda nocturna en el parque de dos desenamorados sintiendo de nuevo a los cuarenta y tantos la necesidad de la primera cita o la tontura empática y secuestro emocional de los jóvenes patinadores que quieren y no saben qué.
Ante la imposibilidad de entenderse o el miedo a entenderse quizás – por eso juega un papel fundamental los tres idiomas que maneja la película -, callan y dejan que la vida pase, rastrera, soñando que sólo fue un sueño, bonito sueño eso sí.
Es la brutal metáfora de este mundo y sus miserables habitantes que en lo más profundo del alma desean – y necesitan - entenderse pero no se atreven y continúan callados como bestias - de la guerra de odios – en celo.
La invitación que recibe la banda de música de la policía árabe para tocar en un festival israelí - dejando de lado el conflicto bélico latente y el aborrecimiento xenófobo - es la precisa y preciosa excusa – mcguffin que diría Hitchcock – para contar lo verdadero, lo humano de las relaciones; y en ésas, en el cara a cara, no entra la mentira mediática ni el politiqueo sólo los cuentos que cuentan cosas de verdad.
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