A veces las películas de serie B con título estrafalario encierran alguna agradable sorpresa.
E.L. Cahn presenta un relato equilibrado, muy sobrio, cauteloso y nos obsequia una enorme dosis de credibilidad tanto por su excelente factura cinematográfica como por el aplomo y acierto de sus intérpretes.
La ambientación establece un magnífico marco de referencia a pesar de su modestia y la fotografía resalta cada detalle de la trama mientras que la pericia narrativa -más que notable- realza cada lance argumental.
El guión pertenece a C. Siodmak, hermano de Robert, y hay que señalar que el terror se adueña de la pantalla con elegante persuasión, incluso en nuestros días, a pesar de la ingenuidad de algunos efectos especiales.

La película llega a la pantalla como si quisiera mostrar apuntes psicológicos de carácter modesto, tal vez con voluntad de relato costumbrista dicho a media voz o como una propuesta de buena voluntad.
La diversas tramas apenas poseen interés y se van enlazando como un rosario de anécdotas llenas de candor que convierten el celuloide en un pastelillo de ternura.
Las hechuras cinematográficas son sencillas y se ciñen a los requerimientos de un guión también humilde.
Hay que destacar algunos destellos brillantes en la fotografía.
Su ritmo, en general, propende a la lentitud y su valor en nuestros días se enmarca en el contexto de lo meramente testimonial.

La película se abre camino entre la intriga, los malos presagios, los sobresaltos y una constante atmósfera de intranquilidad.
En el aspecto formal evidencia austeridad hasta el máximo extremo y eso repercute tanto en la fotografía como en los efectos especiales que pecan de sobriedad la primera y de ingenuidad los segundos.
La trama se sigue con interés porque la narrativa asume los principios de la sencillez y de la eficacia y los intérpretes representan sus papeles con responsabilidad.
Fluidez y rigor acreditan la labor del versátil director J.A. Nieves Conde.

Se trata de la decimosexta filmación de C. Chaplin para Keystone Studios realizada durante 1914 y, como casi todas las de esa época, la película utiliza el slapstick como principal recurso cómico.
La fotografía es buena y el desarrollo de la trama resulta ágil, de narrativa sencilla y su discurso tiende a planteamientos primarios acorde con su sentido del humor.
Ofrece alguna escena divertida pero la parte principal de la historia está dominada por patadas, caídas, golpes, ladrillazos y la zambullida final en el agua.
Como se esperaba.

La película oscila entre la virulencia del thriller intenso y los vaivenes de la nostalgia para explora los caminos de un ámbito hostil que se ha convertido en báratro y que no ofrece un minuto de sosiego.
El guión es ambicioso y la dirección a cargo de J.J. Jusid sabe trasladar a la pantalla con solvencia una historia cuya espiral de angustia parece no tener fin.
La teoría de la violencia se halla enmarcada en un estudio psicológico y social de los personajes y su carácter se ve reforzado por la gran interpretación de los protagonistas, entre quienes hay que destacar a la inolvidable I. Sarlí, octogenaria a la sazón.