Decía Quentin Tarantino que se iba a retirar tras cierto número de largos, pues no quería pecar de algo que pecan muchos directores -- perder chispa con la edad.

Pues que me aspen si Paul Verhoeven no es prueba de lo opuesto. El cineasta holandés es un caso claro de "a la vejez, viruelas". Octogenario ahora, Paul no cede ni un palmo con sus obsesiones ni ha perdido un miligramo de mala leche. Y lo de aquí es el enésimo caso de que este tío es Insobornable Man -- da lo mismo que sea la era de las cancelaciones, que llueva o que truene. El holandés ha venido a hacer lo suyo y no se amilana.

¿Y el film? Bien, gracias. Más que nada, porque, aunque no sea un largo comercial, tampoco peca de gravitas autoimportantes tan propios del cine moderno (error en el que cae hasta Villeneuve). Aquí hay chistes flatulentos, gore, dildos imaginativos, sexo lésbico, protagonistas femeninas manipuladoras y unas ganas de tocar las narices que no sorprenderán a quien conozca la retranca del responsable de Robocop.

Pero ojo - pese al cochineo sexual (que parece un tanto demodé a estas alturas), hay también interesantes lecturas sobre la instrumentación de la fe y cómo era usada como un arma política en el viejo continente años ha.

No sé si es un largo tan polémico como pretende o si sus lecturas religiosas tienen en verdad enjundia, pero es de lo más refrescante ver que aún existe gente capaz de jugársela por crear material abrasivo entre tanta acojonada corrección política.

Pero esto era cosa de Verhoeven. ¿Esperaban algo diferente?