No voy a ponerme a hablar sobre si el héroe salta como en el videojuego o hace parkour, o sobre cómo, pese a sus FX y su origen interactivo, todo deviene en una ruidosa aventura para la familia no tan lejana a las acrobacias de Fairbanks mezcladas con un esquema de traiciones y homicidios entre seres cercanos tan viejo como el propio Aristóteles que se tamizan a través del ruido y la furia dtípicos de eso que Lipovetski llama cine hipermoderno.

Tampoco me meteré con el gastado uso de un McGuffin para vertebrar una historia hueca, con la forzada love story que aparece a lo largo del filme o con que el director de "Cuatro bodas y un funeral" se haya convertido en un artesano bruckheimeriano de la era digital.

No. Me interesa más entender -y exponer, si me permiten- por qué el cine americano reciente resulta tan efectivo como predecible.

¿Por qué? Porque se basa en fórmulas de eficacia (milenaria) probada. No hay más que echar un vistazo a Joseph Campbell, Vladimir Propp o similares para darse cuenta de que el cine yanqui se maneja dentro de márgenes acotados. MUY acotados. A un problema X le corresponden un número de soluciones Y.

Se busca la máxima eficacia (el cine de entretenimiento se mueve por eso que Truby llama "la supertrama" -aquella en la que priman giros argumentales y sorpresas varias) , por lo que el abanico de posibilidades se limita asombrosamente, llevando a los guionistas a tomar una única solución (de entre unas pocas) que acaba siendo olida a kilómetros por cualquier espectador seguidor del cine de género con unos cuantos años a sus espaldas.