Cuando los elementos se ponen en nuestra contra, cuando la naturaleza nos muestra su inmisericordia, cuando nos vemos con la arena al cuello, es cuando sale, lo mejor y peor de nosotros, lo mejor y peor de cada uno, lo mejor y peor de cada grupo humano... Y entonces, cuando ya todo parece perdido, surge una esperanza, una oportunidad, un sueño, un probable renacer, un posible nuevo vuelo, un nuevo avión que podría resurgir del viejo, en mitad del desierto, y que cómo Ave Fénix nos condujese, con su vuelo, a un verde oasis y a una fresca charca de agua... Donde proseguir viviendo; tras ser dados por muertos.

Si es algo esta película, es una película de personajes, de personajes cercados en un corto espacio, pese a la inmensidad del paraje que les rodea, un paraje que no precisa de cercas ni de obstáculos infranqueables, salvo del implacable calor y de la inagotable sed, para mantenerlos cautivos en la trampa de la muerte. Y ahí, en las distancias cortas, es donde se ve a los grandes actores, a los buenos actores.

No quiero entrar en comparaciones con la versión del año 2004, pues ambas son buenas películas, pero me decidí a escribir sobre ésta, porque es a la que pertenezco, la que más me pertenece... La vi de chiquillo y me dejó su impronta y un grato sabor a superación humana, pese al sudor, la mezquindad y la soberbia que ésta a veces desprende. La he vuelto a ver posteriormente, y aunque ya nunca fue lo mismo, siempre me imbuí en ella, y siempre terminé rindiéndome ante una estrella cómo James Stewart, pero también hacia actores más secundarios, de los que, cada vez que la veo, más me admiro, en esta cinta, de Hardy Krüger (el ingeniero aeronáutico) y Ronald Fraser (el sargento con nariz de boxeador).