Salgo de ver la última de Kaurismäki no planteándome si me ha recordado más a Bresson o a Godard. Reprimo más bien las ganas de acercarme al grupito de veinteañeros que tenía tres filas delante y preguntarles qué tal les ha resultado la experiencia. Es probable que para alguno de ellos ésta haya sido su primera incursión en el universo Karuismäki y que se hayan dejado caer en la sala arrastrados quién sabe si por las opiniones de los críticos que casi por unanimidad esta vez- todos menos el de siempre- se han puesto de acuerdo para decir que “Fallen leaves” ha sido la mejor producción de 2023. Nunca sabré si a mis jóvenes compañeros de proyección les ha gustado o no la película - ojalá sí- ni si a partir de aquí se engancharán al cine del finlandés si es que no lo habían hecho antes. En cualquier caso, es saludable que el universo Kaurismäki se expanda. Nunca es tarde.

Y es que es lícito emplear expresiones como “experiencia” o “ universo” en el caso de alguien como Aki que lleva cuarenta años puliendo a través de su cine un estilo que a estas alturas resulta ya plenamente reconocible, intransferible y único. Suyo y de nadie más. Vaya, que tú ves el plano de una cocina en una película de Kaurismäki y sabes perfectamente que estás en una película de Kaurismäki. Y eso está y ha estado siempre al alcance de muy pocos, y si es difícil conseguirlo a niveles de puesta en escena, en otros ya ni contar. Y encima si hablásemos de un estilo recargado, pero es que estamos hablando de Kaurismäki que es todo lo contrario y hace de la austeridad bandera. Muchos dirán que el director lleva sus cuatro décadas en el oficio haciendo la misma película y no les faltará parte de razón. En “Fallen leaves” Aki vuelve a contarnos la misma historia de siempre, la que lleva contándonos desde hace cuarenta años, con los mismos personajes y su misma soledad, las mismas borracheras y los mismos karaokes, la eterna explotación a la clase trabajadora por parte de los de arriba. Es el ciclo sin fin del universo Kaurismäki.

Porque, y ahí está la gracia y también la magia, Aki se las ingenia para que en cada nueva historia suya encontremos pese a todo algo diferente y maravilloso. Detrás de esa austeridad, de esos personajes a los que escasamente les llega para decirse un “hola” cuando se encuentran y un “adiós” cuando se despiden, se esconde mucha ternura. Y mucho amor, y mucho cine. Y aquí Aki se descuelga con un precioso homenaje a Chaplín, él que parecía ser siempre más de Keaton, por aquello de lo imperturbable y de los personajes con cara de palo. El cine y el amor como refugios. A Kaurismäki hay que quererle sí o sí, porque es uno de esos artistas que si no existiera habría que inventarlo. Un tipo que te recuerda de vez en cuando que el cine es más bien algo innegociable.