Searle Dawley firmó como director esta peripecia de corte dramático dos años antes de que de su propia mano saltara a la pantalla grande la genial adaptación del doctor Frankenstein que todos recordamos.

En esta ocasión el director pone de manifiesto unas dotes excepcionales para utilizar el celuloide como ámbito propio y demuestra que es capaz de narrar con maestría y emotividad.
Su sentido del ritmo, su habilidad para la combinación de secuencias en las que la tensión se erige en protagonista desde el principio lo domina todo y, de este modo, la historia cobra una viveza difícil de igualar.

Esos serían méritos suficientes.
Pero si además sabemos que D.W. Griffith encarna el personaje de uno de los leñadores, podemos concluir de que no hay excusa para dejar e ver la película.