Koji Wakamatsu fue un activista político vanguardista adelantado a su tiempo. De eso hay evidencia en esta película, que desgraciadamente no ha soportado de buena manera el paso del tiempo. Fue la primera película que rodó alejado de los estudios importantes de la época, de manera independiente, lo cual le otorgó la posibilidad de seguir haciendo el cine que quería y de la manera que quería, ahondando en desagradabilísimos planos eróticos en los que yo, desde luego, no ecuentro hoy erotismo alguno y rayando en lo violento de forma expresiva y expresionista.
Aún así, como icono de una época y a modo comparativo con el cine que lejos de tierras niponas se hacía en su momento, la película es interesante. Sólo eso.
Trancurre en un apartamento, sin exteriores salvo en la secuencia de arranque, a mi juicio lo mejor del film, lo que aumenta la sensación de claustrofobia y desagrado que Wakamatsu pretende, con un claro paralelismo entre ese interior y el útero materno, en el que la violencia se desata y toma forma, se gesta y pare.
Pero lo que me resulta más desagradable en la cinta es la intercalación de la tortura como expresión del poder masculino y machista y el mimo y cuidado extremos como manifestación de algo aún más tormentoso que subyace en la mente del protagonista.
Como experimento, merece la pena. Pero no esperen la exquisitez que podemos hallar en otras cintas niponas.
Regular e irregular.