Frenética, estresante, la narración de Eric Gravel consigue transmitir al espectador a lo largo de todo el metraje el sin vivir que define el momento por el que atraviesa su protagonista, brillantemente interpretada por Laure Calamy.
La cuarentona separada Julie no quiere renunciar a su casita con jardín lejos de los humos y agobios de París para meterse en cualquier cubículo de una gris colmena y facilitarse así el ida y vuelta diario a la gran ciudad; no quiere renunciar a que sus dos niños celebren sus cumpleaños con un enjambre de amiguitos y reciban regalos aparatosos, como una cama elástica sobre la que saltar como locos.
Tampoco quiere renunciar a su trabajo de titulada universitaria, a pesar de que lleva cuatro años subsistiendo con la pensión que le pasa su marido (siempre tarde) y con el fruto de su trabajo como jefa de limpiadoras de un hotel de lujo del centro de la capital. El mundo lo pone difícil, los que están mejor que ella (que dejan despreocupadamente su mierda en el hotel) lo ponen difícil, los que están peor que ella lo ponen difícil (con sus huelgas fastidiosas, precisamente en un momento en que ella tiene que moverse más de lo habitual).
Pero el guionista y director le echa una buena mano: su mundo de clase media todavía no se derrumba, todavía no tiene que meterse de cajera en el súper o repartir propaganda y olvidarse de su carrera, todavía hay algo entre el currito elemental, abducido por las fuerzas populistas, y el mezquino capital que controla los despachos del poder. ¿O no?