El principal interés de esta flojilla película de inicios del sonoro es ver a Hollywood defendiendo el amor por encima del matrimonio. Ni siquiera en esta época Precode era frecuente que el vínculo matrimonial demostrara ser nocivo y que la solución de un o una protagonista estuviera en romperlo (aunque fuera para hacer otro). Lo más que se llegaba era a que el marido o la esposa tóxica murieran oportunamente, o a que el o la amante fueran “vencedores morales”, es decir, que demostraran ser mejores que el cónyuge pero sin pillar tajada en el terreno material. Y aquí incluso se amaga con mostrar un adulterio bonito (aunque solo se llega hasta un beso). Tiene gracia también ver a Ginger Rogers en un mínimo papel de rubia tonta que, sin duda, no hacía presagiar el gran futuro artístico que la aguardaba. Pero lo fundamental de la trama está exclusivamente entre Claudette Colbert, Monroe Owsley y Fredric March: la secretaria guapa y sensata, el marido aparentemente conveniente y cariñoso, pero en realidad borracho y desfalcador, y el jefe millonario y apuesto, aparentemente juerguista y depredador pero en realidad honesto y comprensivo. Por lo demás, entra en todo en el canon hollywoodense.