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davilochi rating:
9
7.2
4,815
Drama
Year 1889. German philosopher Friedrich Nietzsche witnessed the whipping of a horse while traveling in Turin, Italy. He tossed his arms around the horse's neck to protect it then collapsed to the ground. In less than one month, Nietzsche would be diagnosed with a serious mental illness that would make him bed-ridden and speechless for the next eleven years until his death. But whatever did happen to the horse? This film, which is Tarr's ... [+]
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- es
December 5, 2011
28 of 36 users found this review helpful
Sigo un poco la línea de la excelente crítica de Ludovico, con quien coincido punto por punto. No obstante me veo en la necesidad de escribir con el fin de profundizar un poco más en algunas las claves esenciales para la comprensión de un film donde Béla Tarr se deja todo, exprimiendo unos elementos que, en un primer momento, parecerían ofrecer más bien poco. Sin embargo estamos ante lo que comúnmente se tiene por representante de la genialidad, alguien que sabe transmitir una circunstancia concreta de manera completamente descarnada, cepillando la historia a contrapelo -como diría Walter Benjamin. Así, por medio de toda una serie de símbolos y metáforas, el director húngaro compone una gigantesca alegoría de la crisis de la modernidad que se lleva por delante las mismas bases sobre las que se sustenta el mundo y que, simbólicamente, alcanza su máxima expresión en el descenso a la locura de Nietzsche.
Efectivamente, aquél que había anunciado la muerte de Dios se reconciliará consigo mismo en un último momento estelar. Éste tomará la única salida posible ante la evidencia del desamparo del ser humano tras el derrumbe del dosel sagrado que servía de sustento al cosmos europeo: la locura. La otra alternativa quizás fuera el suicidio y, según los cánones de la mitología del Viejo Continente, habría sido tanto más heroico, pero el hecho de que Nietzsche acabara sus días en la más absoluta ignorancia y silencio es una muestra del grado de clarividencia alcanzado por su pensamiento. De ahí sus famosas últimas palabras: "Soy un estúpido", que no son más que su testamento. Él, el profeta de la buena nueva, Zaratustra, toma conciencia de la imposibilidad de liberar al hombre y decide acabar con todo, adoptar una mirada atemporal, cargada de sufrimiento, plenamente consciente de éste, de esas que no dan la razón ni a unos ni a otros: la mirada de la extrema cordura.
El caballo, símbolo de libertad paradójico allá donde los hayan por los siglos de implacable doma a la que ha sido sometida por el hombre, decide revelarse contra el hombre que lo subyuga. En un último embate del propio Nietzsche contra el filósofo que abrió las puertas de la razón, esa temible partera de monstruos, así, el alemán abrazó al escuálido caballo negro, no tanto por el dolor causado por el maltrato al animal como por el daño irreparable que el hombre se hacía a sí mismo al ser incapaz de asumir su libertad. El abrazo al caballo es un abrazo a la libertad, un intento por frenar ese camino diario desde la miseria al reino de los cielos. La persistencia del petreo Volker Spengler, similar a una estatua de Miguel Ángel, es un monumento a la naturaleza del hombre, paradójicamente tirano y víctima a un mismo tiempo. Sin embargo, aunque la porta en su interior y lo rodea por doquier, el ser humano es incapaz de observar su propia tragedia, el por qué de ese sin sentido, del desplome del cielo sobre su cabeza.
Efectivamente, aquél que había anunciado la muerte de Dios se reconciliará consigo mismo en un último momento estelar. Éste tomará la única salida posible ante la evidencia del desamparo del ser humano tras el derrumbe del dosel sagrado que servía de sustento al cosmos europeo: la locura. La otra alternativa quizás fuera el suicidio y, según los cánones de la mitología del Viejo Continente, habría sido tanto más heroico, pero el hecho de que Nietzsche acabara sus días en la más absoluta ignorancia y silencio es una muestra del grado de clarividencia alcanzado por su pensamiento. De ahí sus famosas últimas palabras: "Soy un estúpido", que no son más que su testamento. Él, el profeta de la buena nueva, Zaratustra, toma conciencia de la imposibilidad de liberar al hombre y decide acabar con todo, adoptar una mirada atemporal, cargada de sufrimiento, plenamente consciente de éste, de esas que no dan la razón ni a unos ni a otros: la mirada de la extrema cordura.
El caballo, símbolo de libertad paradójico allá donde los hayan por los siglos de implacable doma a la que ha sido sometida por el hombre, decide revelarse contra el hombre que lo subyuga. En un último embate del propio Nietzsche contra el filósofo que abrió las puertas de la razón, esa temible partera de monstruos, así, el alemán abrazó al escuálido caballo negro, no tanto por el dolor causado por el maltrato al animal como por el daño irreparable que el hombre se hacía a sí mismo al ser incapaz de asumir su libertad. El abrazo al caballo es un abrazo a la libertad, un intento por frenar ese camino diario desde la miseria al reino de los cielos. La persistencia del petreo Volker Spengler, similar a una estatua de Miguel Ángel, es un monumento a la naturaleza del hombre, paradójicamente tirano y víctima a un mismo tiempo. Sin embargo, aunque la porta en su interior y lo rodea por doquier, el ser humano es incapaz de observar su propia tragedia, el por qué de ese sin sentido, del desplome del cielo sobre su cabeza.
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Lo que a finales del siglo XIX era algo claro para las élites culturales de todo el continente europeo no dejaba de ser algo difícilmente perceptible para el hombre de a pie, al menos en las complejas implicaciones observadas por las primeras: la crisis de la modernidad. Sin embargo, era imposible escapar de sus consecuencias: la atomización, la vacuidad del lenguaje como vehículo para la transmisión de ideas, la suciedad vertida por la industria y las minas a cielo abierto que abrían enormes brechas negras en la faz de la tierra, la explotación mecanizada del hombre por el hombre, la toma de conciencia de la insignificancia del ser humano ante el abismo que porta dentro y que lo rodea y, finalmente, la muerte de Dios.
Incluso allí, en mitad de la nada donde viven un hombre cualquiera y su hija, se presiente la tragedia que va a disolver la realidad, la posibilidad de una certeza, de la esperanza. Y, como tantos otros, sus miserables vidas seguirán en mitad de la más absoluta futilidad, porque al mismo tiempo son la muestra de lo lejos que se hallaban de Zaratustra aquellos hombres a los que quiso hablar al bajar de la montaña. Pero, ¿Dios había muerto o lo habían matado los hombres al negarse a sí mismos? Allí, en mitad de aquella nada en la que el húngaro se convierte en la lengua del Apocalípsis -un episodio como éste podría haber pasado en cualquier lugar de Europa donde hubiera estado Nietzsche, incluso no es necesaria la mediación de éste para que algo así ocurriera-, el hombre queda abandonado a sí mismo, incapaz de reaccionar, en una segunda expulsión del Edén en que le será negado el agua, la luz y el calor, fuentes de la vida. Exactamente igual que viene ocurriendo con los gitanos desde tiempo inmemorial, ya que han sido considerados una amenaza para la forma de vida civilizada y, por lo tanto, son expulsados de aquel mundo de miseria, devueltos a una realidad a la que llevan siglos enfrentando con heroica resignación y ejemplar capacidad de supervivencia, siguiendo el trote del caballo negro.
Padre e hija intentan escapar, pero ya no hay donde ir. Es el fin del mundo, un final que será lento y agónico. Así, volverán a casa para esperar ese sordo momento último. De nada sirve un remiendo sobre la maltrecha realidad, pues las costuras no tardarán en saltar de nuevo. La mirada terrorífica de Erika Bók tratando de encender el candil es la toma de conciencia del abismo, de la finitud de la existencia que, como esa luz, se apagará para siempre. Pero es difícil de aceptar, es difícil caminar sin Dios sumido en la más completa anomia. "Mañana lo intentaremos de nuevo". Alrededor todo es "noche y niebla" y, sin embargo, lo peor aún está por llegar.
Incluso allí, en mitad de la nada donde viven un hombre cualquiera y su hija, se presiente la tragedia que va a disolver la realidad, la posibilidad de una certeza, de la esperanza. Y, como tantos otros, sus miserables vidas seguirán en mitad de la más absoluta futilidad, porque al mismo tiempo son la muestra de lo lejos que se hallaban de Zaratustra aquellos hombres a los que quiso hablar al bajar de la montaña. Pero, ¿Dios había muerto o lo habían matado los hombres al negarse a sí mismos? Allí, en mitad de aquella nada en la que el húngaro se convierte en la lengua del Apocalípsis -un episodio como éste podría haber pasado en cualquier lugar de Europa donde hubiera estado Nietzsche, incluso no es necesaria la mediación de éste para que algo así ocurriera-, el hombre queda abandonado a sí mismo, incapaz de reaccionar, en una segunda expulsión del Edén en que le será negado el agua, la luz y el calor, fuentes de la vida. Exactamente igual que viene ocurriendo con los gitanos desde tiempo inmemorial, ya que han sido considerados una amenaza para la forma de vida civilizada y, por lo tanto, son expulsados de aquel mundo de miseria, devueltos a una realidad a la que llevan siglos enfrentando con heroica resignación y ejemplar capacidad de supervivencia, siguiendo el trote del caballo negro.
Padre e hija intentan escapar, pero ya no hay donde ir. Es el fin del mundo, un final que será lento y agónico. Así, volverán a casa para esperar ese sordo momento último. De nada sirve un remiendo sobre la maltrecha realidad, pues las costuras no tardarán en saltar de nuevo. La mirada terrorífica de Erika Bók tratando de encender el candil es la toma de conciencia del abismo, de la finitud de la existencia que, como esa luz, se apagará para siempre. Pero es difícil de aceptar, es difícil caminar sin Dios sumido en la más completa anomia. "Mañana lo intentaremos de nuevo". Alrededor todo es "noche y niebla" y, sin embargo, lo peor aún está por llegar.