La piedra angular sobre la que se cimienta la historia, los personajes, y al fin y al cabo, el alma de la película, es la sensación de lo cruenta, horrible y devastadora que es la guerra. Eso no se consigue con artificios banales y espectaculares de rimbombante pulsión visual, si no que se logra con un par de vidas que se juegan su integridad por algo en lo que creen necesaria su intervención. Desarrolla con maestría el guion que logra transmitir los miedos y fobias de los personajes principales con naturalidad, con sosiego en la rapidez absoluta de sus tempos. Nos lo creemos, nos sumergimos en una presurosa, constante e incesante acción mental, con épicos momentos de tensión, pero sin llegar a insertarnos en la confrontación trivial. Los espacios, las tonalidades y la música recrean con exactitud los estadios por los que pasan sus protagonistas. La fotografía, bella hasta en el dolor, comunica desde la exactitud cada cambio de trama y desesperación vivido. San Mendes se convierte en un titiritero que mueve los hilos con soltura, capacidad y virtuosismo, todos se acompasan en una puesta en escena apoteósica y con gran carga semántica en cada elección. La pareja protagonista nos involucra en las sensaciones y en las acciones, siendo copartícipes de cada decisión y resolución dramática. Intensa desde la sinceridad, sublime desde el sosiego.