Era un papel que llegaba con un óscar incorporado, y sólo había que encontrar a un intérprete de mediana solvencia. Así, al cuidado de Geoffrey Rush, uno de los mejores actores de su generación, un Geoffrey Rush que no se parece en nada a David Helfgott, la vida de este genial pianista australino rodó y rodó hasta posarse en la alfombra roja una templada noche de Hollywood.
Es una película veraz, SHINE, pero con ciertas limitaciones. Fuera de los dos protagonista la cosa decae, y John Gielgud, que sumaba nominaciones sin bajar del autobús, transmite tanta música o amor a la música como lo podría haber hecho una culebra de escalera. Rachmaninov, por su parte, seguía empeñado en versionar partituras de Paganini.
Una lectura a extraer de la historia: hacer algo por el propio bien de otro es competencia exclusiva de los dioses.