Deslumbra por su belleza, entusiasma por sus personajes y emociona por la historia que nos cuenta: la historia de la guerra y sus mentiras, de la lealtad a uno mismo y a los demás, del sacrificio, del honor... Si el Cine ha cometido injusticias a lo largo de su Historia, con «Gallipoli» ha sido flagrante, porque es increíble que no se la haya valorada como merece y ni siquiera el tiempo la haya puesto en el lugar de honor que le corresponde.

Todo un ejemplo de cómo hacer cine. Consigue la perfección, así de simple. Y no sólo en el final; un final antológico, magistral, puro arte, puro cine, pura emoción. Le hubiera dado el Oscar y todos los premios del mundo a Mel Gibson sólo por ese segundo, esa milésima justo antes del desenlace, en el que da ese alarido, ese grito desgarrador, como si a él mismo le estuvieran disparando. No hay palabras para describirlo. Inolvidable.

Es que también es perfecto el principio, con ese amanecer y esas palabras proféticas; la travesía por el desierto, todo símbolo e irrealidad, donde parece que anden en la misma luz; la escalada a la pirámide, la llegada a la playa entre brumas, la espera de una lejana batalla en un cementerio lleno de cruces, y tantos otros momentos que hacen de esta película épica e íntima a la vez, todo un clásico moderno.

Sí, hubiera recortado alguna escena, pero qué más da, si Peter Weir lo hace tan bien, que poco importa que la película dure dos o tres horas.