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maca_aa rating:
8
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December 28, 2022
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Berlanga nos regala aquí una película preciosa. De esas a las que ningún mal día puede resistirse. Pues, ¿quien no querría vivir en Calabuch?
Calabuch es una utopía, si. Pero ¿no es ese, en última instancia, uno de los fines de mayor valor que nos brinda el cine? El de trasladarnos a mejores o más intensos mundos en los que perdernos por un rato.
Calabuch es una utopía, si. Pero ¿no es ese, en última instancia, uno de los fines de mayor valor que nos brinda el cine? El de trasladarnos a mejores o más intensos mundos en los que perdernos por un rato.
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Spoiler:
En Calabuch el profesor Hamilton, un sesudo intelectual, se da cuenta que muchas veces, las respuestas son mucho más fáciles de encontrar de lo que nos han querido enseñar siempre.. Y con ello, halla también, y sin esperarlo, la felicidad.
En Calabuch las personas tienen ocupaciones sencillas. Cada uno barre su pequeña parcela en armonía. Una armonía que impera a todos los niveles. Incluso entre reos y la policía. Porque en Calabuch la cárcel está abierta. Se puede entrar y salir de ella cuando a uno le plazca. Aunque finalmente, siempre se regrese por voluntad propia a dormir allí.
En Calabuch los toreros se preocupan de su toro como si fuese su propio hijo. Y si se les resfrían, por mojarse después de sudar, se les ofrecen aspirinas para darles.
En Calabuch el torneo de petardos se celebra como si se hubiese ganado el mismísimo Mundial, si se trata de ganar al pueblo de al lado de una vez por todas. Y la fiesta acaba, como no, cantando una serenata a la maestra de la escuela, Ella, desde su ventana, mira tímida pero con una sonrisa cargada de emoción sincera.
En Calabuch se juegan partidas de ajedrez telefónicas entre el farero y el cura. Que de amistosas tienen poco, aunque como todo allí, acaban en simpática comedia.
En Calabuch cuando a uno le ofrecen un pacto para entregar a un amigo a cambio de una suma enorme de dinero, y aún sabiendo que este acabará apresado igual, se dice que no se ha oído nada, que se tiene mucho sueño en ese momento. Aquí no se vende a nadie y ese es el mayor tesoro que todos obtienen.
Y también en Calabuch, cuando la mismísima armada con cientos de barcos viene a por el amigo, sus compadres se unen para plantar batalla y defenderlo. Aunque el improvisado ejército cuente con tan sólo un par de decenas de “soldados” ataviados con cuatro escopetas malas y unas pocas lanzas de atrezzo.
Calabuch es un símbolo. Un reflejo de lo que nos gustaría que fuese el mundo. El mismo que vendrá inflexible a arrancarnos de allí, recordándonos que eso no es la realidad. Y que es hora de volver a ella nos guste o no.
Al menos advertiremos a quien nos pregunta por tan pintoresco lugar mientras nos aleja de él: “si vienes alguna vez a Calabuch, pregunta por el langosta”
En Calabuch las personas tienen ocupaciones sencillas. Cada uno barre su pequeña parcela en armonía. Una armonía que impera a todos los niveles. Incluso entre reos y la policía. Porque en Calabuch la cárcel está abierta. Se puede entrar y salir de ella cuando a uno le plazca. Aunque finalmente, siempre se regrese por voluntad propia a dormir allí.
En Calabuch los toreros se preocupan de su toro como si fuese su propio hijo. Y si se les resfrían, por mojarse después de sudar, se les ofrecen aspirinas para darles.
En Calabuch el torneo de petardos se celebra como si se hubiese ganado el mismísimo Mundial, si se trata de ganar al pueblo de al lado de una vez por todas. Y la fiesta acaba, como no, cantando una serenata a la maestra de la escuela, Ella, desde su ventana, mira tímida pero con una sonrisa cargada de emoción sincera.
En Calabuch se juegan partidas de ajedrez telefónicas entre el farero y el cura. Que de amistosas tienen poco, aunque como todo allí, acaban en simpática comedia.
En Calabuch cuando a uno le ofrecen un pacto para entregar a un amigo a cambio de una suma enorme de dinero, y aún sabiendo que este acabará apresado igual, se dice que no se ha oído nada, que se tiene mucho sueño en ese momento. Aquí no se vende a nadie y ese es el mayor tesoro que todos obtienen.
Y también en Calabuch, cuando la mismísima armada con cientos de barcos viene a por el amigo, sus compadres se unen para plantar batalla y defenderlo. Aunque el improvisado ejército cuente con tan sólo un par de decenas de “soldados” ataviados con cuatro escopetas malas y unas pocas lanzas de atrezzo.
Calabuch es un símbolo. Un reflejo de lo que nos gustaría que fuese el mundo. El mismo que vendrá inflexible a arrancarnos de allí, recordándonos que eso no es la realidad. Y que es hora de volver a ella nos guste o no.
Al menos advertiremos a quien nos pregunta por tan pintoresco lugar mientras nos aleja de él: “si vienes alguna vez a Calabuch, pregunta por el langosta”