A este graduado de Oxford, Philomena le parece una anciana tonta, que apenas conoce el mundo, pero está dispuesto a acompañarla para cazar la historia. Parten a Estados Unidos en busca de pistas que permitan encontrar al hijo de la mujer, que le fue arrebatado hace cincuenta años por unas monjas irlandesas.

La mujer no puede perdonarse haber abandonado a su hijo. No quiere culpar a la iglesia y se lleva rezando y confesando sus pecados de juventud. La avergüenza, sobre todo, el placer que sintió al tener sexo con el padre de la criatura. “Estúpidos católicos”, le responde el periodista en tono sarcástico… “Por qué Dios nos hubiera regalado la sexualidad, si no quisiera que la disfrutáramos”.

Su hijo Michael buscó a la madre en el pasado y, al morir, quiso que lo enterraran en Irlanda, pese a haberse educado en Estados Unidos, donde siguió una promisoria carrera política. La verdad fue mantenida oculta por la hermana Hildegarde: “El sufrimiento fue el castigo por sus pecados”, fue la explicación de la monja ante la conducta adolescente de la protagonista.

Philomena la perdona; ha demostrado ser más cristiana que las fanáticas religiosas. “No quiero odiar a nadie”, dice, y cierra un círculo de cincuenta años. Le confiesa al periodista (ahora su amigo), que prefiere que se enteren de lo sucedido. Ambos han aprendido de sus conversaciones a bordo del automóvil; son personas inteligentes, capaces de dialogar e interiorizarse de la vida del otro, todo matizado con un fino humor inglés.

La historia es un encuentro entre seres de mundos diferentes, uno de clase acomodada y Philomena, una enfermera jubilada. La diferencia de edad y creencias no son obstáculo para sincronizar esas mentes, completamente abiertas a escuchar al otro.