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Ferdydurke rating:
6
![](https://filmaffinity.com/images/myratings/6.png)
6.3
1,080
Drama
A troubled family face the facts when something goes terribly wrong at their son's desolate military post.
Language of the review:
- es
March 4, 2018
5 of 6 users found this review helpful
Es una película que amenaza varias veces con romperse de tanto que estira algunas situaciones o escenas, con vencerse hacia el terrible pozo en el que caen las obras más pretenciosas y vacías, con caer en la tentación de la impostura y la pose, pero no, siempre sale a flote, se salva, nos da esperanza, se explica, juega fuerte.
Procede de ese modo: mediante escenas tensas, silenciosas, claustrofóbicas, oscuras, deprimentes que son, luego lo descubres si eres de mirada paciente y alma curiosa, el precedente necesario para preparar un estallido de sentido, conocimiento, luz o simple pasatiempo*.
Así pasa varias veces. En tramos de unos quince o veinte minutos.
Es una película que renuncia al placer fácil, al camino trillado, que apuesta a lo grande, que va dirigida a un público entrenado, a atletas de largo aliento, de espíritu fuerte, con nervios de acero.
La cámara se mueve con precisión ampulosa (esos planos cenitales... ), la puesta en escena es sobria y opresiva, los actores están bien elegidos y el acompañamiento musical es poderoso y ayuda (Mahler, por ejemplo).
Quizás peca de exceso, de una ambición que coquetea con la pura nada autocomplaciente. Quizás se podrían haber limado algunas escenas. Quizás...
Pero el viaje merece la pena. El rompecabezas está bien hecho, encajan todas las piezas.
La propuesta es honesta. No hay trampa. No hay truco. Solo algún pequeño recurso que despista y tiene finalmente una recompensa si eres un espectador encallado y no temes a las duras pruebas.
Se mueve a través de aproximaciones, para crear sensaciones, para describir estados de ánimo, para concretar abstracciones e indagar en contradicciones, profundos dolores, negras angustias y enormes desilusiones.
Cada tramo podría tener un color y nombrar una sensación.
Estupefacción, dolor, ira, desconcierto, tedio, absurdo, rechazo, aceptación, reconciliación, reposo... podrían ser las estaciones de paso de este vía crucis tan doloroso y a ratos hermoso, de este fenomenal calvario.
Se la puede atacar/afrontar/analizar desde muchos puntos de vista. Pero yo diría que su corazón, su idea central es la exposición de Israel, nada menos que todo un país en su actualidad, como un gran dolor en estado de negadora convulsión/implosión, una enfermedad terminal, un cáncer sin solución. O dicho de otra manera: un Estado militar embarcado en una guerra eterna contra un enemigo que no existe, imaginario, inventado, y que como consecuencia inevitable y lamentable de construir artificialmente ese rival han levantado un absurdo monstruoso en forma de ejército que a falta de enemigo exterior se acaba autodestruyendo sordamente en acciones de esperpéntica necedad y abominable falta de sentido.
Un control militar como terreno de nadie, lugar de no retorno, espacio varado (borrado/soñado/pesadilla), inerte, abstracto, que deviene absurdo, negación de la negación, como una encarnación desvaída de El desierto de los tártaros de Buzzati, sin su aliento lírico y su poderío metafísico. Como si Kafka y Beckett jugaran una partida con las cartas marcadas y no fueran más que un par de tahúres de medio pelo.
El eterno retorno, la historia que se repite, la desaparición/absorción en un bucle infinito, no hay salida ni esperanza si no te escapas de ese círculo maldito. Como el foxtrot, siempre, hagas lo que hagas, vuelves al inicio, al mismo sitio. Con el mismo recorrido, inalterable, condenado, sin ningún motivo.
Pero hay mucho más. La lucha, como identidad nacional, entre la religión, que simboliza el pasado y el martirio, el negro pozo oscuro del exterminio, y el sexo, que representa el deseo, el humor, el futuro; entre la Biblia salvada del frío y el miedo y los pezones golosos de una mujer que es todas, que es la vida misma, con todo su ímpetu, con todo su instinto fiero y su naturaleza salvaje.
De ese círculo infernal en el que andan metidos solo se puede escapar, momentáneamente, a través de la compañía, del recuerdo sanado, de la ayuda recreativa y del humor como salvoconducto.
Es, por lo tanto, una película negra, crítica, autocrítica, destructiva en su plasmación cruda de un estado mental que refleja un mundo atroz.
Y es, al mismo tiempo, una pequeña y fugaz salvación, una visión luminosa, valiente, inteligente, lúcida, de una realidad alucinada.
El dictamen es terrible. El arte, al contarlo, al darle vida a ese hecho funesto o clima enrarecido, su lugar y sentido, lo redime, por lo menos ese rato, el que dura el cuento, suficiente, no se puede pedir más, somos humanos.
Procede de ese modo: mediante escenas tensas, silenciosas, claustrofóbicas, oscuras, deprimentes que son, luego lo descubres si eres de mirada paciente y alma curiosa, el precedente necesario para preparar un estallido de sentido, conocimiento, luz o simple pasatiempo*.
Así pasa varias veces. En tramos de unos quince o veinte minutos.
Es una película que renuncia al placer fácil, al camino trillado, que apuesta a lo grande, que va dirigida a un público entrenado, a atletas de largo aliento, de espíritu fuerte, con nervios de acero.
La cámara se mueve con precisión ampulosa (esos planos cenitales... ), la puesta en escena es sobria y opresiva, los actores están bien elegidos y el acompañamiento musical es poderoso y ayuda (Mahler, por ejemplo).
Quizás peca de exceso, de una ambición que coquetea con la pura nada autocomplaciente. Quizás se podrían haber limado algunas escenas. Quizás...
Pero el viaje merece la pena. El rompecabezas está bien hecho, encajan todas las piezas.
La propuesta es honesta. No hay trampa. No hay truco. Solo algún pequeño recurso que despista y tiene finalmente una recompensa si eres un espectador encallado y no temes a las duras pruebas.
Se mueve a través de aproximaciones, para crear sensaciones, para describir estados de ánimo, para concretar abstracciones e indagar en contradicciones, profundos dolores, negras angustias y enormes desilusiones.
Cada tramo podría tener un color y nombrar una sensación.
Estupefacción, dolor, ira, desconcierto, tedio, absurdo, rechazo, aceptación, reconciliación, reposo... podrían ser las estaciones de paso de este vía crucis tan doloroso y a ratos hermoso, de este fenomenal calvario.
Se la puede atacar/afrontar/analizar desde muchos puntos de vista. Pero yo diría que su corazón, su idea central es la exposición de Israel, nada menos que todo un país en su actualidad, como un gran dolor en estado de negadora convulsión/implosión, una enfermedad terminal, un cáncer sin solución. O dicho de otra manera: un Estado militar embarcado en una guerra eterna contra un enemigo que no existe, imaginario, inventado, y que como consecuencia inevitable y lamentable de construir artificialmente ese rival han levantado un absurdo monstruoso en forma de ejército que a falta de enemigo exterior se acaba autodestruyendo sordamente en acciones de esperpéntica necedad y abominable falta de sentido.
Un control militar como terreno de nadie, lugar de no retorno, espacio varado (borrado/soñado/pesadilla), inerte, abstracto, que deviene absurdo, negación de la negación, como una encarnación desvaída de El desierto de los tártaros de Buzzati, sin su aliento lírico y su poderío metafísico. Como si Kafka y Beckett jugaran una partida con las cartas marcadas y no fueran más que un par de tahúres de medio pelo.
El eterno retorno, la historia que se repite, la desaparición/absorción en un bucle infinito, no hay salida ni esperanza si no te escapas de ese círculo maldito. Como el foxtrot, siempre, hagas lo que hagas, vuelves al inicio, al mismo sitio. Con el mismo recorrido, inalterable, condenado, sin ningún motivo.
Pero hay mucho más. La lucha, como identidad nacional, entre la religión, que simboliza el pasado y el martirio, el negro pozo oscuro del exterminio, y el sexo, que representa el deseo, el humor, el futuro; entre la Biblia salvada del frío y el miedo y los pezones golosos de una mujer que es todas, que es la vida misma, con todo su ímpetu, con todo su instinto fiero y su naturaleza salvaje.
De ese círculo infernal en el que andan metidos solo se puede escapar, momentáneamente, a través de la compañía, del recuerdo sanado, de la ayuda recreativa y del humor como salvoconducto.
Es, por lo tanto, una película negra, crítica, autocrítica, destructiva en su plasmación cruda de un estado mental que refleja un mundo atroz.
Y es, al mismo tiempo, una pequeña y fugaz salvación, una visión luminosa, valiente, inteligente, lúcida, de una realidad alucinada.
El dictamen es terrible. El arte, al contarlo, al darle vida a ese hecho funesto o clima enrarecido, su lugar y sentido, lo redime, por lo menos ese rato, el que dura el cuento, suficiente, no se puede pedir más, somos humanos.
SPOILER ALERT: The rest of this review may contain important storyline details.
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Spoiler:
*... dicen que ha sido un error, que está vivo... cuenta el cuento a sus compañeros... la tragedia en el control... nos vuelven a decir que ha muerto... las confesiones de la pareja porrera... el final del cuento.
Espanto-aburrimiento-tensión-miedo-incomprensión-luz-descanso-desgracia.
La segunda muerte de Jonathan Feldmann. Murió dos veces. La primera era mentira. La segunda, verdadera. La primera fue un malentendido, un error burocrático, una desconexión del sistema, una grieta en la siniestra siesta. La segunda fue una macabra broma, una mala carretera, un negro azar, un camello en medio de una desolada tierra.
En ese puesto de control no pasa nada. Su función es inexistente. Es tiempo que se escapa y no va a ninguna parte. Es un hundimiento constante, un fracaso doliente, poco a poco están cada vez más dentro del pozo.
Por eso creen ver una granada y el chico dispara. Para escapar de esa cruel rutina, de esa cárcel absurda que les atrapa, que les roba la vida por nada.
Como el padre en su día, cuando todavía el enemigo tenía alguna realidad, existía. Ese padre que es la segunda generación. Los hijos de los que escaparon del horror. La abuela ha perdido la memoria (o no), pero tiene mirada adusta, severa, tremenda, fiera, el padre quiso escapar de ese recuerdo herido y se quedó a la mitad, indeciso, perdido, sin saber qué hacer, si regodearse en un pasado de negros augurios o lanzarse al vacío de un presente tan conflictivo, el hijo morirá por nada, por lo que la rueda sigue girando y no hay remedio. Sigue la herida abierta de un Estado construido en falso, con los pies de barro, que agrede y se duele.
Hombres débiles, el padre está tocado y el hijo muere, frente a mujeres más fuertes, que no fueron enviadas al frente, división de papeles, que escaparon de esa mancha indeleble; la madre está más entera y consciente, más dura y agresiva, la hija sigue en pie, casi hasta un poco alegre.
Los dos entierros de Jonathan Feldmann. En el último tramo cambian el orden de la escenas, alteran el tiempo, el espectador se desconcierta, qué pasa, por qué están otra vez tristes, destruidos, se pregunta, pero entiendes rápidamente el asunto, el absurdo se ha duplicado, se ha reproducido con virulencia, la enfermedad se ha extendido, el hijo ha vuelto a morir.
Esta vez definitivamente.
Volvemos al principio. A la carretera. Al coche. Aparece el camello. El terraplén.
La muerte.
Espanto-aburrimiento-tensión-miedo-incomprensión-luz-descanso-desgracia.
La segunda muerte de Jonathan Feldmann. Murió dos veces. La primera era mentira. La segunda, verdadera. La primera fue un malentendido, un error burocrático, una desconexión del sistema, una grieta en la siniestra siesta. La segunda fue una macabra broma, una mala carretera, un negro azar, un camello en medio de una desolada tierra.
En ese puesto de control no pasa nada. Su función es inexistente. Es tiempo que se escapa y no va a ninguna parte. Es un hundimiento constante, un fracaso doliente, poco a poco están cada vez más dentro del pozo.
Por eso creen ver una granada y el chico dispara. Para escapar de esa cruel rutina, de esa cárcel absurda que les atrapa, que les roba la vida por nada.
Como el padre en su día, cuando todavía el enemigo tenía alguna realidad, existía. Ese padre que es la segunda generación. Los hijos de los que escaparon del horror. La abuela ha perdido la memoria (o no), pero tiene mirada adusta, severa, tremenda, fiera, el padre quiso escapar de ese recuerdo herido y se quedó a la mitad, indeciso, perdido, sin saber qué hacer, si regodearse en un pasado de negros augurios o lanzarse al vacío de un presente tan conflictivo, el hijo morirá por nada, por lo que la rueda sigue girando y no hay remedio. Sigue la herida abierta de un Estado construido en falso, con los pies de barro, que agrede y se duele.
Hombres débiles, el padre está tocado y el hijo muere, frente a mujeres más fuertes, que no fueron enviadas al frente, división de papeles, que escaparon de esa mancha indeleble; la madre está más entera y consciente, más dura y agresiva, la hija sigue en pie, casi hasta un poco alegre.
Los dos entierros de Jonathan Feldmann. En el último tramo cambian el orden de la escenas, alteran el tiempo, el espectador se desconcierta, qué pasa, por qué están otra vez tristes, destruidos, se pregunta, pero entiendes rápidamente el asunto, el absurdo se ha duplicado, se ha reproducido con virulencia, la enfermedad se ha extendido, el hijo ha vuelto a morir.
Esta vez definitivamente.
Volvemos al principio. A la carretera. Al coche. Aparece el camello. El terraplén.
La muerte.