Apenas caben o se permiten licencias formales la pareja de directores en esta denuncia filmada, en estas persistentes voces que pensaron que la democracia traerian perdón y olvido una vez cerradas las heridas, una vez encontrados y enterrados sus muertos. No ha sido así. La arrogancia o el miedo de los vencedores a un pasado que aparece y desaparece según soplen los vientos y la cobardía de los vencidos acomodados han dejado que el tiempo se encargara de enterrar a quienes no tuvieron entierro. Pero dicen que uno no muere del todo mientras es recordado por sus seres queridos. Y ahí estamos, en la vergüenza permanente de una amnistía de aquellos que hicieron lo que les vino en gana o les mandaron, de manera sistemática y con la misma impunidad que hoy gozan por otros motivos.

No hay que pecar de ingenuo. Las mismas atrocidades en tiempos de guerra cometieron unos que otros y por motivos mucho más mezquinos que los ideológicos. Y no es fácil equivocarse si uno imagina que los niveles de represión no hubieran diferido en tiempos de "paz" si la veleta de la victoria hubiera apuntado al otro bando. En este sentido, no hay en este documental ni una brizna de celuloide  y eso le perjudica.

Pero lo que es innegable es que durante ocho décadas, que se dice pronto, los rebeldes a la República legalmente constituida han podido enterrar y honrar a los suyos vivos o muertos, vengándolos de manera cruel y metódica, erigiendoles calles, monumentos, honores y medallas. Sus herederos aún hoy claman por dejar en paz a los muertos. A los otros muertos. Y de eso se trata, de que no están en paz, están  en las cunetas del olvido. Y haya o no haya Dios, no es justo.

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