No queda otra que felicitar a Ana Asensio por haber sido capaz de capturar con tan pocos mimbres la angustia existencial y la precariedad vital de aquellos que deambulan por la Roma actual neoyorquina intentando subirse al carro del sueño americano mientras amanece que no es poco que diría Jose Luis Cuerda. Ella lo ha vivido en su propia piel y fruto de esa experiencia consigue sus mejores momentos rodando a pie de calle en ese hormiguero de vidas incesante, o con esos niños tiranos sabedores de la fragilidad de quien los cuida. Pero por encima de todo está ese final, a mi juicio, magistral que condensa y sintetiza todo lo que Asensio nos quiere contar. Ese helado, ese cartel y esas luces de la ciudad con ese grano fotográfico setentero que evoca tiempos en que las ilusiones y la cruda realidad empezaron a fundirse. 
Por supuesto queda la parte de ese trabajo misterioso que mantiene una tensión más artificial que lo anteriormente expuesto y donde la directora novel no acaba de obtener la soltura narrativa con la cámara que precisaría lo que propone. Al menos funciona como metáfora de hasta donde tienen o están dispuestos a llegar aquellos que han tocado fondo en la isla más hermosa. 

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