La luz del verano en el Norte –el Norte de Bergman, Mendehlsson, Shakespeare, los dos Renoir, y todas las referencias que Woody Allen introduce en su película- debe ser muy parecida a la que el gran Gordon Willis capta con su linterna mágica en “La comedia sexual de una noche de verano”. En el Sur, donde vivo, la luz del verano es un celeste muy hermoso pero demasiado opresivo para ser admirado. Aquí la celebración de la vida tiene lugar mucho antes, en abril o mayo. Atrapada por la pereza equinoccial, es comprensible que en el Norte la naturaleza aguarde emboscada ese breve instante en que se le concede la posibilidad de revivir y que coincide con el verano.

Para uno del Sur, la bellísima luz de esta película es limpia pero cansada, del primer otoño. Para uno del Norte, quizás está llena de promesas; para uno del Sur es la señal de que el tiempo ha pasado aunque aún no ha terminado. Eso hace que “La comedia sexual de una noche de verano” nos provoque una dulce palpitación oriental, la que nos traen los sentimientos tardíos y perecederos.