El cine, como buen arte, es muy plural y existen mil variedades para disfrutarlo.
Esta película, por ejemplo, es tan simple y sencilla como buena. No hacen falta grandes efectismos, ni un presupuesto bestial para hacer una pequeña joya.
Tim Robbins la escribe y dirige, y ayudado por dos grandísimos actores, disecciona la pena capital de su país.
Básicamente, solo tiene diálogos, y relativamente pocos personajes, pero también una carga sentimental y reflexiva que la hacen muy especial.
Es para verla con la mente relajada y despierta, para entender todas las aristas y matices de esta temática tan complicada.
Los dos personajes principales, una monja y un condenado, mantienen interesantísimas conversaciones que van aumentando en profundidad, interés, intensidad y dramatismo.
Esta película llega al alma. Te hace pensar no solo en la pena de muerte sino en la propia vida y en cuestiones religiosas. ¿Se puede perdonar a un asesino? ¿Tiene sentido el arrepentimiento?
Lo mejor de todo es que Tim Robbins no tira por el camino fácil, sino que nos muestra los puentos de vista de todas las partes, con los que se puede tomar partido o simplemente lo hace para que nos demos cuenta de lo que supone este castigo tanto para el asesino como para las víctimas.
Y como debe ser con un argumento semejante, hay muy poco espacio para el humor. Se trata de un drama profundo no apto para ver en horas bajas de ánimo.
Habría que ser una persona muy fría como espectador para no sentir algo (en algún sentido) viendo esta estupenda reflexión interpretada de forma tan excelente por Sarandon y Penn.