Vaya por delante que el clásico de Sthephen King, llevado al cine en 1990, es una de esas películas que se me clavaron en ese trozo de cerebro que tengo dedicado a "mis películas". Aquellas que, por distintas razones, se te quedan grabadas en el subsconciente. Y ese payaso dentado ha sido siempre una de mis pesadillas.

Por eso, cuando me enfrenté al film de Muschietti lo hice con la cautela de quien se sienta a ver cómo consigue que uno de mis clásicos supere el original o caiga en ese chascarrillo "para esto que no hubieran hecho nada".

Y "ni chicha ni limoná". No logra alcanzar el clímax de intriga, empatia con los personajes y magia que su antecesora. Esto último ya lo suponía.
Solo reconocer algunas escenas de acción bien resueltas y algún actor que se salva. Puede que otro director le hubiera dado más marcha al conjunto.

En resumen, salí del cine con una medio sonrisa. Contento y feliz. Un diez por ciento por algunos momentos de la película que acababa de ver. El noventa por ciento restante eran los recuerdos de la original. La de 1990. La buena. Bueno, podría haber sido peor.