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Vivoleyendo rating:
8
8.3
111,602
Drama
A misbehaved con named McMurphy (Jack Nicholson), who shirks authority, finds himself in an asylum after faking insanity to get out of work detail in prison. The troublemaker soon finds himself in a place that's worse than prison when he meets Nurse Ratched (Louise Fletcher), whose set of rules and regulations are meant to suppress patients' psychotic outbursts, and their spirits. It's not long before McMurphy is reaching out to his new ... [+]
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- es
August 21, 2011
11 of 11 users found this review helpful
En las dos películas que colocaron a Milos Forman en el pódium de los gigantes, “Alguien voló sobre el nido del cuco” y “Amadeus”, salen como tema recurrente manicomios, en lenguaje eufemístico conocidos como sanatorios mentales o psiquiátricos. Centros sanitarios (o celdas del infierno) de sordidez, de la vergüenza o la impotencia de los “cuerdos” que no hallan otra alternativa que encerrar a los que están demasiado averiados para poder valerse por sí mismos y/o para convivir con normalidad.
Como jamás se ha sabido apenas nada de las enfermedades mentales y de los entresijos del cerebro, se han seguido modas nefastas en el tratamiento y la terapia de los males que llegan a ser tan inabordables e imprecisos como lo puede ser el espíritu.
Los enajenados mentales o locos en tiempos eran tratados como errores de Dios, apestados que iban a parar a aquellos agujeros deprimentes que no animaban en absoluto a la mejoría ni a la curación. Porque uno de los grandes problemas, que se continúan arrastrando hoy día, es el de tratar la perturbación como una infección contagiosa y pretender catalogarla y encasillarla en una etiqueta, como si fuese lo mismo que el sarampión. Leí una clasificación que encuadraba a los pacientes según su grado, y en algunas de aquellas categorías ponía “imbécil” e “idiota”. Se suponía que era un estudio muy científico y serio. Al ver aquello, desarrollé una fuerte prevención contra la evolución de la ciencia psiquiátrica, por lo menos hasta bien avanzado el siglo veinte. Esa falta de rigor científico, o más bien la manía por dar un barniz cuadriculado a una ciencia inexacta, también fue uno de los motivos por los que corrientes como el psicoanálisis me ponen en guardia.
Pero todos esos que se las daban de eminencias en el estudio de la psique casi siempre olvidaban lo más obvio, lo más esencial: que los objetos de su investigación eran seres humanos con sentimientos, seres únicos e inclasificables. Y en cuanto a estar enfermos, no se sabe quién lo está más o quién lo está menos, porque muchos de los que no han pisado un manicomio no se comportan con más coherencia que los que están allí dentro.
Otro de los grandes escollos es que la sociedad nunca ha sabido qué hacer con los sujetos que se salen de sus cánones. Sobre todo las comunidades puritanas y represivas han tendido a considerarlos como leprosos de espíritu para los que el remedio más eficaz era medicarlos con drogas capaces de tumbar a un elefante y con ello someter sus impulsos y voluntades, imponerles una severa disciplina monótona y rutinaria carente de piedad y afecto sincero, y no tolerar la menor singularidad personal ni considerar que la cordura no es hegemonía de los que están fuera. Tratarlos como a ganado marcado al rojo, sin tratar de llegar a su interior, equiparándolos a vegetales incapacitados para razonar o incluso sentir.
Como jamás se ha sabido apenas nada de las enfermedades mentales y de los entresijos del cerebro, se han seguido modas nefastas en el tratamiento y la terapia de los males que llegan a ser tan inabordables e imprecisos como lo puede ser el espíritu.
Los enajenados mentales o locos en tiempos eran tratados como errores de Dios, apestados que iban a parar a aquellos agujeros deprimentes que no animaban en absoluto a la mejoría ni a la curación. Porque uno de los grandes problemas, que se continúan arrastrando hoy día, es el de tratar la perturbación como una infección contagiosa y pretender catalogarla y encasillarla en una etiqueta, como si fuese lo mismo que el sarampión. Leí una clasificación que encuadraba a los pacientes según su grado, y en algunas de aquellas categorías ponía “imbécil” e “idiota”. Se suponía que era un estudio muy científico y serio. Al ver aquello, desarrollé una fuerte prevención contra la evolución de la ciencia psiquiátrica, por lo menos hasta bien avanzado el siglo veinte. Esa falta de rigor científico, o más bien la manía por dar un barniz cuadriculado a una ciencia inexacta, también fue uno de los motivos por los que corrientes como el psicoanálisis me ponen en guardia.
Pero todos esos que se las daban de eminencias en el estudio de la psique casi siempre olvidaban lo más obvio, lo más esencial: que los objetos de su investigación eran seres humanos con sentimientos, seres únicos e inclasificables. Y en cuanto a estar enfermos, no se sabe quién lo está más o quién lo está menos, porque muchos de los que no han pisado un manicomio no se comportan con más coherencia que los que están allí dentro.
Otro de los grandes escollos es que la sociedad nunca ha sabido qué hacer con los sujetos que se salen de sus cánones. Sobre todo las comunidades puritanas y represivas han tendido a considerarlos como leprosos de espíritu para los que el remedio más eficaz era medicarlos con drogas capaces de tumbar a un elefante y con ello someter sus impulsos y voluntades, imponerles una severa disciplina monótona y rutinaria carente de piedad y afecto sincero, y no tolerar la menor singularidad personal ni considerar que la cordura no es hegemonía de los que están fuera. Tratarlos como a ganado marcado al rojo, sin tratar de llegar a su interior, equiparándolos a vegetales incapacitados para razonar o incluso sentir.
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Spoiler:
Nos pese o no, muchos de esos sitios eran (y algunos lo serán todavía) antros para deshacerse del marrón, para endosárselo a unos carceleros que tenían muy poco de sanadores y terapeutas.
McMurphy, un rebelde que se encara con el hipócrita puritanismo, escoge recluirse en un centro de esa clase, para librarse de la cárcel. Choca frontalmente contra la férrea autoridad impuesta, que tras su aséptico y ordenado aspecto blande una doctrina fría y represora, basada en despojar a los internos de los restos de la personalidad que conservan e inyectarles el miedo a la libre elección, al exterior y a la relaciones abiertas y naturales. Truncan sus expansiones e iniciativas, sin dejar una puerta a la posibilidad de que ellos sean capaces de aportar cosas positivas y constructivas. No se aproximan a ellos de verdad, sino con la abismal distancia entre cancerberos y prisioneros.
Entraremos en los corazones de un grupo de hombres que, al fin y al cabo, necesitan lo que todo el mundo: amigos, ser escuchados y comprendidos. Contemplaremos la radical oposición entre el aguijón de McMurphy y la inflexibilidad de la enfermera Ratched, polos enfrentados en una guerra de poder que está decidida desde siempre, que sólo puede desembocar en un final, porque los que tienen la sartén por el mango perpetuarán sus dogmas de perfección, en la que no caben los renglones torcidos.
McMurphy, un rebelde que se encara con el hipócrita puritanismo, escoge recluirse en un centro de esa clase, para librarse de la cárcel. Choca frontalmente contra la férrea autoridad impuesta, que tras su aséptico y ordenado aspecto blande una doctrina fría y represora, basada en despojar a los internos de los restos de la personalidad que conservan e inyectarles el miedo a la libre elección, al exterior y a la relaciones abiertas y naturales. Truncan sus expansiones e iniciativas, sin dejar una puerta a la posibilidad de que ellos sean capaces de aportar cosas positivas y constructivas. No se aproximan a ellos de verdad, sino con la abismal distancia entre cancerberos y prisioneros.
Entraremos en los corazones de un grupo de hombres que, al fin y al cabo, necesitan lo que todo el mundo: amigos, ser escuchados y comprendidos. Contemplaremos la radical oposición entre el aguijón de McMurphy y la inflexibilidad de la enfermera Ratched, polos enfrentados en una guerra de poder que está decidida desde siempre, que sólo puede desembocar en un final, porque los que tienen la sartén por el mango perpetuarán sus dogmas de perfección, en la que no caben los renglones torcidos.