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7,2
114.745
5
26 de febrero de 2009
26 de febrero de 2009
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Si la Tierra es el paraíso físico el Infierno sólo se encuentra en las conciencias humanas. Si el agnosticismo declara inaccesible el entendimiento de lo divino y por ende de los que trasciende a la experiencia, los hermanos Coen describen abruptas y ásperas argumentaciones para tratar de explicar situaciones que se escapan al entendimiento de lo humano.
Dostoievsky, autor, entre otras maravillas, de El Jugador, desgastado ludópata, escribió que el verdadero dolor hace serio y constante al hombre irreflexivo. Los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor. No Es País Viejos es una historia de dolor, de desesperación íntima y privativa en la que no importa la historia en sí sino la forma en la que la desarrollan los propios personajes. Un historia de abuso constante de la tristeza que trata de explicarnos, sin éxito, nuestro lugar en la Tierra. Y si en una imaginaria escala Richter del sufrimiento físico el que se lleva la palma es el cólico nefrítico, la misma escala llevada al padecimiento psíquico resultaría inútil pues la ira interior es una de las pocas cosas personales que nos quedan en la sociedad de la de autopistas de la información. La forma de narrar, como la historia, se confía al individualismo. Las escenas parecen estar inmersas en una especie de aislamiento que le da a cada encuadre un halo solitario que más parece hacernos creer vivir en un ensayo vitalista, o más bien de exaltación de la vida, que contemplar vidas exaltadas por la furia de una persecución. Cada corte se nos muestra ácido como un ensayo que intenta ser profundo y que solamente encuentra el apoyo de la bella sucesión de sugestivas imágenes. El deleite visual que recuerda formas del cine asiático (si la transnacionalidad actual del cine nos permite utilizar éste término) no ayuda a conformar un compendio sumo creador de un sentido unánime. La egolatría de las figuras protagónicas unidas al sentido vacuo de muchas escenas convierten a veces los actos en cortometrajes en sí mismos. Cosa, por otro lado, que no es buena ni es mala. Es fácil.
El monto visual final y la verosimilitud del reparto, cruel y exacerbada las más de las veces y condesciende en otras, no consiguen llenar el vacío surgido al levantarnos de la butaca pues la gula de las expectativas se va convirtiendo en ansia y de creer que saborearemos caviar iraní nos tendremos que conformar con las palomitas de entretiempo o con una paradita en el burguer de camino a casa.
Mención especial merece Javier Bardem. Ni el actor de los actores Day-Lewis ni los consumados (o consumidos) Harrelson o Lee Jones eclipsan el papel más redondo del actor español. Exquisitez pura. Si el cine es la octava maravilla, la actuación de Bardem es la novena. Si la Tierra es el paraíso, el milagroso Bardem es un santo en un injusto Infierno.
Dostoievsky, autor, entre otras maravillas, de El Jugador, desgastado ludópata, escribió que el verdadero dolor hace serio y constante al hombre irreflexivo. Los pobres de espíritu se vuelven más inteligentes después de un gran dolor. No Es País Viejos es una historia de dolor, de desesperación íntima y privativa en la que no importa la historia en sí sino la forma en la que la desarrollan los propios personajes. Un historia de abuso constante de la tristeza que trata de explicarnos, sin éxito, nuestro lugar en la Tierra. Y si en una imaginaria escala Richter del sufrimiento físico el que se lleva la palma es el cólico nefrítico, la misma escala llevada al padecimiento psíquico resultaría inútil pues la ira interior es una de las pocas cosas personales que nos quedan en la sociedad de la de autopistas de la información. La forma de narrar, como la historia, se confía al individualismo. Las escenas parecen estar inmersas en una especie de aislamiento que le da a cada encuadre un halo solitario que más parece hacernos creer vivir en un ensayo vitalista, o más bien de exaltación de la vida, que contemplar vidas exaltadas por la furia de una persecución. Cada corte se nos muestra ácido como un ensayo que intenta ser profundo y que solamente encuentra el apoyo de la bella sucesión de sugestivas imágenes. El deleite visual que recuerda formas del cine asiático (si la transnacionalidad actual del cine nos permite utilizar éste término) no ayuda a conformar un compendio sumo creador de un sentido unánime. La egolatría de las figuras protagónicas unidas al sentido vacuo de muchas escenas convierten a veces los actos en cortometrajes en sí mismos. Cosa, por otro lado, que no es buena ni es mala. Es fácil.
El monto visual final y la verosimilitud del reparto, cruel y exacerbada las más de las veces y condesciende en otras, no consiguen llenar el vacío surgido al levantarnos de la butaca pues la gula de las expectativas se va convirtiendo en ansia y de creer que saborearemos caviar iraní nos tendremos que conformar con las palomitas de entretiempo o con una paradita en el burguer de camino a casa.
Mención especial merece Javier Bardem. Ni el actor de los actores Day-Lewis ni los consumados (o consumidos) Harrelson o Lee Jones eclipsan el papel más redondo del actor español. Exquisitez pura. Si el cine es la octava maravilla, la actuación de Bardem es la novena. Si la Tierra es el paraíso, el milagroso Bardem es un santo en un injusto Infierno.
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