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Críticas 22
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
7
25 de febrero de 2018
26 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
La vida de Evan Birch, casado y con dos hijos, profesor de filosofía y autor de un libro elogiado por colegas y alumnos, discurre en un ambiente apacible que le permite soterrar un episodio turbio de su pasado. Pero esta placidez, sólo aparente, se ve alterada cuando una serie de evidencias señalan a Evan como principal sospechoso de la desaparición de una alumna del centro donde él trabaja. La investigación reaviva aquel episodio que se saldó con su expulsión de la Universidad por una supuesta relación con una alumna.

Guion de Matthew Aldrich sobre la novela "El hombre giratorio", de George Harrar (Abington, Pennsylvania, 25 julio 1949), ambos de escasa filmografía. El carácter europeo de la producción se deja sentir de un modo favorable en los diálogos, desprovistos de las bobadas y palabras gruesas que saturan el cine norteamericano, y en la contención gestual (excepto en la secuencia en que el matrimonio saca a relucir sus trapos sucios en público y a pleno pulmón). El director y el músico son suecos; la fotógrafa, inglesa; la directora artística, holandesa... La misma diversidad se da entre los intérpretes principales: Guy Pearce, anglo-australiano; Pierce Brosnan, irandés; Minnie Driver, inglesa; Odeya Rush, israelí...

La originalidad y principal atractivo de este thriller es la paradoja que envuelve a sus dos protagonistas, un profesor de filosofía que no concede fiabilidad a la memoria y un inspector de policía que trata de incriminarlo en la desaparición de una alumna. Durante la investigación, el profesor se declara inocente. Sin embargo, las evidencias, el recelo de su entorno familiar y profesional y, sobre todo, su propia inclinación por las jóvenes... (spoiler)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
spoiler:
... lo autoconvencen de que en realidad fue él quien asesinó a la chica, cuyo cadáver ha sido hallado. Esta confusión de la mente parecería rebuscada, incluso inadmisible, en un carpintero o en un funcionario, pero resulta congruente en alguien que se dedica a convencer a los demás de la imposibilidad de distinguir entre realidad y apariencia, entre recuerdos ciertos o distorsionados. La paradoja se produce cuando el profesor acude a la comisaría para confesar su crimen y se encuentra con que el inspector, que ha cerrado el caso como muerte accidental, le pide que pruebe su culpabilidad con la misma firmeza que antes le pedía probar su inocencia.
FGI
26 de agosto de 2016
8 de 10 usuarios han encontrado esta crítica útil
José Luis, próspero fabricante de máquinas tragaperras, marido abnegado de una mujer de estricta moral católica y padre fervoroso de un hijo adolescente, ha formado en torno suyo una familia que la comisión episcopal no dudaría en bendecir. La única sombra es la creciente preocupación de la mujer, respecto a la conducta del hijo, en su opinión demasiado liberal. Sus temores se hacen realidad la noche en que el chico se presenta en casa con una amiga y la pretensión de alojarla en su habitación. Concretamente, en su cama.

El propósito de Mercero parece que está claro: demostrar que los preceptos del nacional-catolicismo, que presentaban a la mujer como principal defensora de la familia, eran pura retórica ya que, en la práctica, provocaban efectos contrarios a los pretendidos. Lástima que a Mercero le ocurra otro tanto: su lenguaje es tan didáctico que también se convierte en retórico. Con la misma intención, pero mucho más acierto, Miguel Picazo había escrito y dirigido varios años antes "La tía Tula" (1964), película construida con la sutileza y profundidad suficientes para que el espectador sintiese como suyo el desgarro de los protagonistas (y del país).

Pero a poco que se ahonde en la comparación entre ambos filmes se descubrirá una diferencia más importante: la relativa al enjuiciamiento a la mujer. Picazo, crítico social, no deja dudas sobre la culpabilidad de una doctrina represora del placer; Mercero, misógino, se esfuerza en demostrar el carácter intransigente de las mujeres frente a unos hombres bonachones y llevaderos. Así, en casa del chico, cuando estalla el drama familiar, es el hombre quien se encarga de buscar soluciones yendo de aquí para allá, hablando con unos y otras, mientras la mujer se queda en el sofá con su reconcomio. Y cuando el pobre hombre, para solucionar el conflicto, trata de hacer valer sus atributos masculinos, la mujer va y se los hace guardar. Algo parecido sucede con los padres de la chica: el hombre, un tipo simpático al que no duda en aplaudir el padre del chico (¡qué manipulación más burda!), ha sido arrojado de casa por su mujer, que prefiere vivir solitaria y avinagrada antes que tolerar la vida alegre de su marido. En cuanto a la nueva generación, el chico es presentado como un corderito ingenuo llevado del ronzal por una chica espabilada que no dudará en dejarlo en la cuneta en cuanto él resista alguno de sus mandatos.

Como anécdota, Cristina Marcos canta la canción-moraleja "La próxima estación":

Al final las mismas cosas,
la ciudad en la ventana,
una estúpida mañana y yo,
un teléfono que suena,
un cubata que envenena,
una radio, un disco, una canción.
Y al final es lo de siempre
una noche y luego un día,
tú eres tuyo, yo soy mía y no,
siempre leo el mismo libro
entre el humo y entre el ruido
bajo unas estrellas de neón.

Siempre hay una próxima estación
siempre hay un lugar donde llegar,
siempre hay un amigo y una solución,
escápate conmigo, escápate conmigo,
que siempre hay una próxima estación...

Siempre hay una próxima estación
siempre hay un rincón donde esperar,
siempre hay un minuto donde pega el Sol,
siempre quedará la próxima estación.

Al final sólo un billete,
Y un adiós de andar por casa
un "qué tal", un "qué te pasa", un "no",
un te quiero que no quiere
o te escapas o te mueres,
tu razón no es nunca la razón.
Siempre hay una próxima estación...
FGI
26 de agosto de 2016
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Saura Medrano sigue la estela de su padre, el gran Carlos Saura, pero la toma en su peor momento, el de las historias en las que el viejo disidente se empeñaba en encontrar sus héroes en el lumpen.

En realidad, Saura padre nunca se interesó por la clase obrera. Lo suyo era fustigar a la burguesía por cómo vivía, no por cómo se ganaba la vida. O sea, corroer la sociedad existente sin aportar el germen de una mejor. Tuvo que caer la dictadura para que Saura incorporase a sus historias el personaje del héroe. Ahora sí bajó a los suburbios para buscarlo, pero siguió sin entrar en las fábricas. Y encontró en el delincuente habitual y el heroinómano al héroe que nunca quiso ver en el obrero.

Para contar su primera historia, Saura Medrano toma el testigo de su padre y se va a buscar sus héroes no al Villaverde obrero, sino al nido de yonquis, que es lo que le fascina. Como soporte toma un guion superficial y aburrido de los Casariego, que tampoco él sabe mejorar, en el que se relatan las andanzas de tres mamarrachos a los que basta con autotitularse “los tres capitanes” para forjarse un aura mística a los ojos de los más jóvenes. La insistencia y el énfasis con que se repite una y otra vez lo de los capitanes, revela una pretensión ilusoria de que también el espectador alucine con el carisma de semejantes desperdicios humanos. Para lograrlo habría que crear un personaje, pero Saura no va más allá de cuatro tópicos. En resumen, amenazas, audacias mezquinas, joder, cabrón, hijoputa... Un trovador, mientras salen los créditos finales, glosa el mensaje y lo remata con un ¡Me cago en el amor! ¿Tiene eso algo que ver con lo sugerido por el título?
FGI
27 de marzo de 2022 5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
Álvaro Díaz Lorenzo escribe, dirige y dedica este film "a todas nuestras luchadoras", representadas aquí por tres mujeres, dos de ellas enfermas de cáncer, decididas a "vencer a ese cabrón" haciendo realidad aquellos deseos que solo la probabilidad de una muerte próxima les da el coraje necesario para afrontar. En palabras de una de ellas, "hacer locuras y vivir la vida a tope". En la práctica, abordar a un desconocido para besarlo en plena calle o cenar en un restaurante de lujo y marcharse sin pagar, osadías sublimadas con slogans como "¡Mujeres al poder!" o "¡Viva mi coño moreno!".
Supongo que las enfermas de cáncer y sus allegados (y por extensión cualquier mujer u hombre no enfermos de idiotez) se habrán sentido ofendidos por esta broma de mal gusto. El anuncio de que parte de sus beneficios serán destinados a combatir el cáncer suena a cohartada y sugiere la pregunta de quién beneficiará a quién.
FGI
25 de octubre de 2017
10 de 17 usuarios han encontrado esta crítica útil
Realización impecable, narrativa irregular y moralidad oprobiosa. El tandem Tamayo-Mur Oti quiere hacer pasar por homenaje lo que en realidad es un llamamiento a la mujer para que lleve con resignación, incluso orgullo, una vida de sacrificio en favor del hombre. La falsedad parte ya de la estructura del relato, con varias parejas en las que la esposa realiza las tareas de la casa, cuida de los hijos y aún aporta dinero cosiendo y planchando para fuera, mientras el marido se pasa el día lamentando su mala suerte.

La historia, bien dialogada y bien filmada, camina con paso firme hasta que de golpe, se derrumba. Esto sucede cuando entra en escena el personaje infumable de una prostituta que, en un proceso de conversión, que tiene más de místico que de social, abjura del lujo pecaminoso y abraza la virtud del ama de casa. En consecuencia, cambia sus vestidos de noche por el delantal y disfruta fregando escaleras con un estropajo.

Paralelamente, los maridos, que hasta ese momento han sido mostrados como inútiles, aprovechados, egoístas y ridículos, sufren el ataque de un virus extraño, probablemente la variante masculina del que atacó a la prostituta, y se convierten en hombres de pro. El caso más significativo es el del inventor de cosas inventadas, que sin haber dado jamás un palo al agua, agarra un pico y trabaja veintidós horas seguidas, sin descansar ni para comer, y aún estaría dando picotazos si no se lo hubiera impedido el capataz. El milagro se complementa con la ausencia de agujetas, tirones de espalda u otros achaques que habría sufrido cualquier individuo normal. Pero es que sobre él recae la responsabilidad de reivindicar a su género.

Tratándose de mujeres no podía faltar el tema de la maternidad obligada. Hijos los que Dios envíe, dice la comadrona, y para que así conste, abofetea al padre que reniega de sus hijos, a los que no puede alimentar, cuando se atreve a expresar el deseo de que su mujer, nuevamente embarazada, aborte.
FGI
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