Posiblemente la peor película que he visto en mi vida dentro de un cine; posiblemente con la que mejor me lo he pasado. El público no iba a ver una película; participaba del espectáculo: se tiraban palomitas, coreaban los chistes de Chiquito y caminaban por los pasillos contoneándose como lo hace el protagonista. Imborrables las apariciones de Bigote Arrocet y de los búfalos del National Goegrafic.

Saturados de tanto cine pretendidamente moderno que sólo es capaz de ofrecernos finalmente su más despoblada vacuidad, asistimos sorprendidos a la proyección de una película que conjuga algunos rasgos del cine contemporáneo más en voga -una riqueza visual y un ritmo narrativo que no desfallece- junto a elementos intemporales, aquellos que han hecho del séptimo arte una experiencia estética de carácter universal.

Humildemente pido atención para una de las secuencias más impresionantes que este espectador ha visto en una sala oscura en los últimos años: en el gimnasio del colegio el protagonista presenció cuando era adolescente una escena de amor y sexo que es la clave argumental que toda la película. Tanto desde un punto de vista narrativo como visual, la secuencia basta para hacer pasar con todo derecho a la película a la estrecha nómina de obras maestras. Cierra la estructura narrativa, nos seduce por su belleza y su juego de espejos, es una metáfora del cine capaz de hacernos recordar igual que Hitchcok su pecado original, el placer de la mirada, la perversión del que observa sin ser observado.

En palabras del conocido crítico: "Una hipnótica inmersión en la vida de una mujer en busca de sí misma. (...) preciosa banda sonora." (Carlos Boyero: Diario El Mundo).
La vi el año pasado en París-no es pedantería, fui beneficiario de los vuelos low cost- y me pareció un supremo bluff. Nunca me gustó demasiado Wong Kor Wai, pero era capaz de reconocerle ciertos valores. La aventura yanqui del hongkonés me pareció una película inflada hasta extremos insoportables. Boyero destaca la banda sonora: no se puede destacar otra cosa. BlurBerry nos demuestra como es posble poner en evidencia el talento de un grupo de intérpretes en otras ocasiones irreprochables.

¿Acaso el cine no puede ser divertido? Por supuesto que sí, lo que pasa es que no es éste el caso. Lo siento mucho: yo con las tres últimas-primeras entregas de Star War me he aburrido de lo lindo. No se trata de una cuestión de géneros: el cine de aventuras y el de ciencia ficción es tan respetable como todos los demás; lo que pasa es que para que una peli, no digo ya que me emocione, sino tan solo que me interese, tine que darme algo más. Batallas interminables saturadas de efectos digitales; una historia escrita para interesar a niños de no más de 12 años. Que todo este despilfarro se tome en serio, pues me parece un signo más del triste signo que reina en el tiempo que nos ha tocado vivir.

¿Por qué -si de verdad me pareció la película más espectacular que recuerdo, si algunos planos me resultan portentosos, si encuentro por fin que la tecnología sirve para contar una historia, si de manera inesperada aparece una película que reproduce lo mejor del cine épico y de aventuras-, por qué -si todo esto es verdad- sólo puntúo con un 6 a los 300 de Zack Snyder?
Porque el espectáculo no es capaz de esconder la propaganda, porque lo que se pretende simple divertimento esconde un mensaje perverso, porque parte del guión parece redactado por un asesor del presidente Bush.
Los 300 oscila entre el prodigio y el bodrio. Seduce nuestro espíritu al tiempo que insulta nuestra inteligencia.
Recordar lo que tiene de bueno y olvidar todo lo demás. Los 300 parecen dos películas: la primera fascina, la segunda llega a escandalizar. Genial y estúpida a tiempo parcial. Muy buena y muy mala casi sin tiempo para respirar.