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8
22 de enero de 2015
22 de enero de 2015
11 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
A pesar de algunas opiniones en contra, esta nueva versión de 1958 de la obra maestra de Leontine Sagan rodada en 1931, «Mädchen in Uniform» (Muchachas de uniforme), cubre el expediente de un modo digno y notable. El realizador Géza von Radványi (1907 – 1986), nacido en el Imperio Austro-húngaro, en lo que hoy es Eslovaquia, no sólo se atiene al espíritu de la pieza teatral («Ritter Nérestan», Leipzig, 1930) de la escritora alemana Christa Winsloe (1888 – 1944) que inspira la película, sino que respeta de manera bastante escrupulosa el filme de 1931, introduciendo cambios que, en el fondo, no alteran esencialmente el contenido. Desde algún tiempo después de su realización, han proliferado los críticos mediocres y los espectadores desinformados o insensibles, que han querido a toda costa hacer una lectura grosera, en clave lésbica, de la película de Leontine Sagan. Más aún con esta versión que comentamos ahora. La lectura es grosera porque, en el caso de que haya una intención lésbica en la relación entre la Srta. Elisabeth von Bernburg y la colegiala adolescente Manuela von Meinhardis, no sólo no es explícita, sino que, como corresponde a una realizadora inteligente, se trata de una unión sutil, implícita, elegante, moderada, respetuosa y de una insinuación exquisita. Similares rasgos podemos aplicar a la película de 1958, aunque, evidentemente, no se trate ahora de una obra maestra.El que Christa Winsloe fuera una mujer con inclinaciones lésbicas, que se manifestaron abiertamente en su breve pero apasionada relación amorosa con la periodista estadounidense Dorothy Thompson entre 1932-1933, no significa que desconociese las limitaciones de su propia época. Además, la insinuación, la imprecisión y la ambigüedad proporcionan una mayor perturbación al relato fílmico.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
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De igual modo que fue un acierto inigualable la elección del tándem Dorothea Wieck-Hertha Thiele para el filme de 1931, también supuso una perspicaz decisión elegir ahora a Lilli Palmer y a Romy Schneider para interpretar los papeles principales, la primera a Elisabeth y la segunda a Manuela. Mientras que en 1931 las edades de las actrices principales se diferenciaban en pocas semanas (algo menos de veinticuatro años cada una), en 1958 Lilli Palmer tiene unos cuarenta y cuatro y Romy Schneider unos veinte. El que la lengua materna de ambas sea el alemán es otro acierto indudable. Por supuesto que las tomas de 1931 que reflejan lo que Kracauer llamaba el «espíritu de Potsdam», es decir, las vistas de los monumentos de la ciudad, son incomparables y no pueden superarse. Tampoco lo pretende Géza von Radványi. Se le ha achacado frialdad a Lilli Palmer en su interpretación; todo lo contrario: rezuma inteligencia, aunque sólo sea por ese equilibrio perfecto entre distanciamiento y ternura, autoridad y tolerancia. La profesora conoce perfectamente la psicología de las adolescentes. Ella misma tiene unos deseos amorosos reprimidos, pero ha sabido sublimarlos de manera positiva. ¿Cómo? Tratando con equidad, justicia, humanidad, respeto y calculado cariño a sus pupilas. Está enamorada de su profesión, a la que ha convertido en el sentido de su existencia. Manuela es especial, sobre todo muy sensible, y Elisabeth sabe conseguir que encuentre el afecto que no ha podido hallar en su vida familiar. Hay dos alteraciones importantes. La primera es que la obra de teatro que representan las alumnas no es el «Don Carlos» de Schiller, sino «Romeo y Julieta» de Shakespeare. El «espíritu de Potsdam» suponía también el conocimiento de los clásicos alemanes. Naturalmente, si Hertha Thiele era Don Carlos, ahora Romy Schneider será Romeo. La actriz vienesa está sencillamente deliciosa y encantadora; Lilli Palmer, inteligente, bellísima y enigmática. El célebre beso cambia. En 1931 era Elisabeth la que se lo daba en la boca a Manuela delante de todas las demás chicas, en el momento de darle las buenas noches; ahora es Manuela quien toma la iniciativa, en el despacho de Elisabeth, adonde ésta le corrige la interpretación de su papel de Romeo. El beso de Romy Schneider posee una mayor carga erótica, pero sigue siendo contenido, y, sobre todo, inocente. Su amor por su adorada profesora es perfectamente comprensible desde el punto de vista psicológico; incluso necesario y saludable. Que las mentes morbosas no saquen las cosas de quicio. En cuanto a la traducción española del título original, es penosa y lamentable. Da vergüenza ajena. Por su grosera vulgaridad, naturalmente.
Enrique Castaños, enero 2015
Enrique Castaños, enero 2015
10 de agosto de 2012
10 de agosto de 2012
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hay un personaje arquetípico de Lang, que se concreta en imagen visual pura, heroína altiva y desgarrada, sin sitio en el espacio y el tiempo de la historia, habitante del mito y la leyenda, también de honda interioridad moral y estética: la reina Krimilda de la segunda parte de «Los Nibelungos», monumental epopeya fílmica concluida por Lang en 1924 y dividida en dos partes: «La muerte de Sigfrido» y «La venganza de Krimilda». Las fuentes literarias en que se basa el director vienés para la realización de la película son las fases más recientes del ciclo nibelúngico, concretamente el «Fin de los nibelungos», casi con toda seguridad redactado entre 1160 y 1170 por un juglar austriaco, y el «Poema de los Nibelungos», quizás compuesto entre 1200 y 1210 por un poeta caballero también austriaco. También hay que tener en cuenta la importante trilogía dramática del escritor alemán Friedrich Hebbel, «Los Nibelungos».
Krimilda, que había jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su esposo asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder ejecutar sin error el plan trazado. En efecto, persuade al caudillo bárbaro a que invite a su hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que vendrá acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido. Pero Atila, amparándose en el sagrado derecho a la vida de todo huésped, se niega cumplir la promesa hecha a Krimilda, por lo que ésta decide actuar por su cuenta, incitando a los hunos atacar a los burgundios. La catástrofe se desata y la película finaliza en una espeluznante orgía de destrucción y muerte.
Krimilda, que había jurado venganza al final de la primera parte delante del cadáver de su esposo asesinado, consiente en casarse con Atila, rey de los hunos, para poder ejecutar sin error el plan trazado. En efecto, persuade al caudillo bárbaro a que invite a su hermano Gunther, rey de los burgundios, en la seguridad de que vendrá acompañado de Hagen Tronje, fiel vasallo y asesino de Sigfrido. Pero Atila, amparándose en el sagrado derecho a la vida de todo huésped, se niega cumplir la promesa hecha a Krimilda, por lo que ésta decide actuar por su cuenta, incitando a los hunos atacar a los burgundios. La catástrofe se desata y la película finaliza en una espeluznante orgía de destrucción y muerte.
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Lang personifica en Krimilda una víctima del destino, idea central de «Die Nibelungen», cuyo ritmo, como señaló Sigfried Kracauer, viene marcado por la siniestra presencia de Hagen Tronje, al que sólo mueve en verdad un «nihilista apetito de poder». La idea de destino, nos recuerda Kracauer, ya había sido abordada por Lang en otra obra maestra de 1921, «Der müde tod», con la diferencia de que mientras en esta última el destino se manifiesta a través de acciones de tiranos, en «Die Nibelungen» es por arranque de pasiones e instintos ingobernables. El tesoro de los nibelungos, sepultado por Hagen en el fondo de las aguas, simboliza el poder y dominio que todos ansían, incluso Krimilda, pero que igualmente a todos es negado. No obstante, la reina subordina la posesión del tesoro a un incontenible sentimiento de odio y deseo de venganza hacia el homicida del esposo amado, hasta el extremo de sacrificar a su propio hijo, mero instrumento para ganarse la complicidad de Atila, y permitir el exterminio de su clan. La imagen de Krimilda, en pie sobre los últimos peldaños de la escalera que da acceso a la fortaleza de los hunos, contemplando impertérrita la matanza, causa una impresión sobrecogedora. Marmórea, fría y distante, esculpida por la cámara de Karl Hoffmann y ataviada cual emperatriz bizantina o gran dama merovingia, sólo los ojos, vivísimos y chispeantes, parecen descubrir una molécula de humanidad, ya que no desean la muerte de Gunther y Gieselher, sus hermanos de sangre. Aunque también leemos en esos ojos, bellísimos e insondables, el resto de vida que de ella exhala, fatalmente necesaria hasta ver cumplido el desquite. En estos instantes supremos el estado anímico de la nueva Némesis cinematográfica es un arcano que nadie podría descifrar —«Has conseguido que nos una el odio», le dice Atila en el fragor de la carnicería, a lo que Krimilda responde con estas palabras: «Mi corazón nunca estuvo tan lleno de amor como ahora».
La escenografía wagneriana y operística de «La muerte de Sigfrido», en la que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Sadoul) y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo propagandístico del ministro Goebbels, se atenúa en la segunda parte, donde la atención se concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del banquete fatídico y en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas de la acción. Los juegos geométricos del vestido de Krimilda, el peinado y los adornos, muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de la Antigüedad y del Medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos dibujos geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los personajes, y la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral del drama. Por estas y otras razones «La venganza de Krimilda» será siempre considerada una creación inmortal.
La escenografía wagneriana y operística de «La muerte de Sigfrido», en la que «el hombre estuvo enteramente subordinado a la plástica de las formas» (Sadoul) y sirvió de inspiración a más de una ceremonia nazi gracias al celo propagandístico del ministro Goebbels, se atenúa en la segunda parte, donde la atención se concentra en la arquitectura ecléctica de la gran sala del banquete fatídico y en el diseño del vestuario y maquillaje de los sujetos protagonistas de la acción. Los juegos geométricos del vestido de Krimilda, el peinado y los adornos, muestran meridianamente el conocimiento que tenía Thea von Harbou de las vanguardias históricas y de las expresiones artísticas de la Antigüedad y del Medievo. El agudo contraste, asimismo, entre aquellos dibujos geométricos, que resaltan el hieratismo y monumentalidad de los personajes, y la alternancia de luces y sombras, potencia la ambigüedad moral del drama. Por estas y otras razones «La venganza de Krimilda» será siempre considerada una creación inmortal.
9
22 de enero de 2015
22 de enero de 2015
10 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo con la ejecutoria de este filme, podríamos afirmar, sin mucho temor a equivocarnos, que Leontine Sagan (1889 – 1974), aunque nacida en Viena, es la más destacada directora de cine en el mundo germánico, junto, naturalmente, a Leni Riefenstahl. Dos de los estudios más clásicos sobre el cine alemán anterior a 1933, el de Siegfried Kracauer («De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán», de 1947) y el de Lotte Henriette Eisner («La pantalla demoniaca», de 1952), no aluden a un aspecto recalcado hasta la saciedad de un modo vulgar y superficial por críticos mediocres y espectadores indocumentados: las explícitas connotaciones lésbicas del filme. La excelente historiadora y analista que fue Eisner, se refiere muy poco en su libro a esta película; Kracauer sí lleva a cabo un comentario más detallado de esta indiscutible obra maestra. Como siempre, la principal limitación del imprescindible Kracauer es la obsesión que tiene en corroborar y demostrar su tesis argumental: hay una línea que conduce del Dr. Caligari, un manipulador, hasta Hitler; pero, además, había una predisposición psicológica en el pueblo alemán, sobre todo en Prusia, para que el acceso del Partido Nazi fuese posible. No cabe duda que, al menos desde la época de Federico II el Grande, esto es, desde 1740, la autoridad, el orden, la disciplina, la reglamentación y la organización se apoderan febrilmente del espíritu alemán, viéndose reforzadas durante el periodo bismarckiano, y, no digamos, durante la época guillermina, que arrastró con su militarismo a la Gran Guerra. Pero esa educación autoritaria que se respira, sobre todo inspirada por la superiora, en el colegio internado de la película, ambientada en el Potsdam de 1910, ni mucho menos debe ser confundido con una política, un Partido y un Gobierno netamente criminales, sistemáticos violadores de los derechos fundamentales desde 1933, racistas y genocidas. Hay que tener sumo cuidado en no confundir las cosas. No es que Kracauer lo haga, pero insinúa con demasiado énfasis la preparación de una senda que, en otros lugares, ni mucho menos dio esos resultados: ¿O es que no eran autoritarios los colegios ingleses de entonces, donde el castigo físico se alentaba incluso desde las instituciones democráticas?
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En cualquier caso, además de la realización, la clave de bóveda de esta película es la imponderable interpretación de sus dos protagonistas, Dorothea Wieck, en el papel de Srta. Elisabeth von Bernburg, y Hertha Thiele, en el de la alumna huérfana de madre Manuela von Meinhardis. Probablemente nunca hayamos visto ni llegaremos a ver en la pantalla una complicidad más sutil, más elegante, refinada y exquisita entre dos actrices, que contaban menos de veinticuatro años en 1931 (tenían exactamente la misma edad, con pocas semanas de diferencia). Kracauer, que pondera con razón aquella maestría interpretativa, supo caracterizarlas con sucintas pinceladas. De Manuela afirma que es «un compendio único de dulce inocencia, temores ilusorios y emociones confusas», y que mientras «encarna la adolescencia con su manifiesta vulnerabilidad», Elisabeth «brilla aún con una juventud que se desvanece irreparablemente. Cada gesto suyo dice de batallas perdidas, esperanzas enterradas y deseos sublimados». Desde su primer encuentro, Elisabeth percibe la fragilidad, sensibilidad y excepcionales cualidades de la adolescente, cuya tristeza se debe a la ausencia de cariño durante su vida. Pero Manuela se integrará muy bien en la convivencia diaria con sus compañeras, aunque será la profesora Elisabeth von Bernburg la que cambie su manera de entender la realidad y las relaciones humanas. El amor que desarrolla Manuela por Elisabeth (de quien están «enamoradas» la mayoría de las colegialas), es completamente inocente, platónico, sin el más mínimo asomo de vulgaridad sexual. La ternura, la comprensión, la humanidad en el trato, el exquisito equilibrio entre autoridad y confianza, convierten a Elisabeth en una profesora excepcional, de la que cualquier adolescente sensible se enamoraría, y más si es una joven falta de cariño. No cabe duda que la secuencia de la despedida de buenas noches de Elisabeth hacia sus pupilas es única en la historia del cine. A Manuela se lo da en la boca, pero como una madre besa a veces a su hija. Si hay resonancias lésbicas, son exquisitamente elegantes; ésta insinuación, si es que existe, hace de ese beso algo aún más perturbador―es cierto que la autora de la pieza teatral («Ritter Nérestan», Leipzig, 1930) que sirvió de inspiración a la película, la escritora alemana Christa Winsloe, sí tuvo claras inclinaciones lésbicas durante un periodo de su vida, entre 1932-1933, manteniendo un apasionado amor con la periodista estadounidense Dorothy Thompson; pero la película no hace del lesbianismo algo explícito: lo mantiene, si se prefiere, en un terreno impreciso de deseos insatisfechos, por parte de la profesora, y de fascinación por parte de la alumna. La obra de teatro contaba las experiencias de Winsloe en un internado de Potsdam. Aunque ella fue la que escribió el guión de la película, consintió en la sugerencia del supervisor de dirección, Carl Froelich, en rebajar la relación lésbica y acentuar el modelo educativo prusiano. En la obra de teatro, además, la protagonista muere―. No obstante, la verdadera clave del filme es Elisabeth, extraña, enigmática, misteriosa, fascinante para sus alumnas, inalcanzable, cercana y distante a la vez, connaturalmente respetuosa, moderada, tolerante y aristocrática. Es esa aristocracia del espíritu de la que hablaba Nietzsche. Esta interpretación, con sus gestos, actitudes, facciones del semblante, belleza casi leonardesca, por lo insondable, no volvería a ofrecerla nunca más Dorothea Wieck. Los encuentros entre Manuela y Elisabeth subyugan, cautivan, perturban, especialmente a los hombres, pues nos damos cuenta que estamos ante un territorio íntimo, inefable, que nos ha sido vedado para siempre.
Enrique Castaños, enero 2015
Enrique Castaños, enero 2015

8,0
32.197
10
19 de febrero de 2013
19 de febrero de 2013
7 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
El título original en alemán es "Nosferatu, eine Symphonie des Grauens", haciendo en él ya una alusión directa a lo horrible y a lo siniestro (Grauens). Es bien conocida la amplia formación humanística de Wilhelm Murnau, especialmente en filosofía, historia del arte y literatura. La película, muda, en blanco y negro y con una duración de unos 80 minutos, es una adaptación libre de la novela de Bram Stoker, siendo Henrik Galeen (1881-1949) el autor del guión cinematográfico. El resultado, como es ampliamente reconocido, opinión que comparto, es una obra maestra absoluta, una obra incomparable, de un singularísimo sentido estético, de un intensísimo lirismo y de una extraordinaria capacidad para sugerir la encarnación misma de lo diabólico, del mal, de lo siniestro y de lo calamitoso. Hay quien la ha calificado de «obra desconcertante», en la que «los artificios más calculados se alternan con la exaltación más candente del espíritu» (Roberto Paolella, "Historia del cine mudo", Buenos Aires, Eudeba, 1967, pág. 322). La fotografía es magnífica y la caracterización del vampiro una de las creaciones más originales y turbadoras que pueden hacerse de un personaje, sea literario o cinematográfico, en cualquier país y en cualquier época. En este aspecto, el vampiro de Murnau probablemente no tenga rival ni lo llegará a tener nunca. Participa, además, de ese romanticismo poético de los orígenes de la gestación de cualquier arte, en este caso el cine, que aún no había definido por completo sus recursos y su lenguaje, ni siquiera en el arte mudo, pues faltan aportaciones decisivas todavía de Fritz Lang (las dos partes de "Die Nibelungen" son de 1924), de Erich von Stroheim ("Avaricia" es de 1924), de Abel Gance ("Napoleón" es de 1927), de Sergei M. Eisenstein ("El acorazado Potemkin" es de 1925) o del propio Murnau en "El último" ("Der Letzte Mann", 1924), por sólo referirme a algunos de los más grandes. El título en alemán es sumamente revelador, pues recupera ese vocablo rumano que significa «no-muerto». El título en español es una repetición del mismo ser maldito, dicho de dos modos distintos. No hace falta subrayar que, como creador de inmensa altura, Murnau hace una obra autónoma, independiente, cuyas referencias a la novela de Stoker terminan por carecer de importancia determinante. Es cierto que conserva esa atmósfera irreal, fantasmagórica, en «blanco y negro», que nos transmite la novela, sobre todo el blanco y el negro como contraste de dos polos opuestos. El guionista se toma la licencia, perfectamente admisible en una obra de arte (puesto que Murnau en ningún momento dice o expresa que esté llevando la novela de Stoker al cine, sino que se inspira en ella), de que Nosferatu se acerque al empleado (cuyo nombre aquí es Hutter) recién casado (en la novela aún no lo está), cuando éste hace poco que ha llegado a la siniestra residencia de los Cárpatos, aprovechando que está dormido, para chuparle la sangre.
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Pero entonces aparece un elemento que está ligerísimamente insinuado en la novela de Stoker, y en todo caso de manera indirecta, que será después bien aprovechado en varias direcciones por Francis Ford Coppola, y es que se produce una como comunicación telepática entre el joven empleado y su esposa (Ellen Hutter), de tal modo que ella se despierta de pronto en su casa de Bremen, llamando a su esposo, y en ese instante el vampiro abandona a su víctima. Además, nada más llegar Hutter al castillo, antes de la escena anterior, una de las primeras cosas que ve es a Nosferatu en su féretro durmiendo de día. Otra novedad es que el barco fantasmal que transporta a Nosferatu, condensando su travesía algunas de las imágenes más espectrales del arte mudo cinematográfico de todos los tiempos, no llega a Whitby, en la costa inglesa, sino a Bremen, en el noroeste de Alemania, para lo que ha tenido que hacer un recorrido marítimo más largo, atravesar todo el Mar del Norte, llegar al golfo de Helgoland, e internarse por el estuario del río Weser, hasta llegar a la antigua ciudad hanseática, que está unos 70 kilómetros tierra adentro, con un puerto importante, pues el río se ensancha en ese lugar notablemente. La llegada del barco al puerto con Nosferatu de pie sobre la cubierta es una escena imborrable, sobrecogedora, definitiva. Pero, ¿qué trae el vampiro a la ciudad, qué terrible carga lo acompaña? Trae la peste, pues el barco está lleno de ratas. También aparecen las ratas, incontables ratas en ebullición, en la lúgubre mansión de Carfax de la novela de Stoker, aunque huyen despavoridas ante la presencia de los perros que lleva el grupo intruso encabezado por Van Helsing. En la película de Murnau el mal se identifica con la epidemia de peste bubónica, de innegables resonancias bajomedievales, una evocación temporal que está en la propia estética, en la puesta en escena y en los decorados del filme, algo que ni mucho menos es ajeno al expresionismo cinematográfico alemán, poderosa corriente artística del periodo de la República de Weimar a la que pertenece la obra. Pero el guionista, con aquella imprevista comunicación telepática, no sólo está indicando el «poder sobrenatural del amor», sino que quien vence al vampiro, quien lo destruye definitivamente, es la joven esposa, Ellen Hutter, pues lo espera y permite que se introduzca en su habitación, reteniéndolo hasta que se hace de día y Nosferatu se desvanece. La pureza, la inocencia, han vencido al mal, aunque el precio sea la muerte de la joven esposa. El desvanecimiento del vampiro, su desaparición física y su destrucción completa, intentando agarrarse patéticamente con la mano el pecho, contrayéndose de desesperación y de dolor, es otra imagen imperecedera. Según Sigfried Kracauer, de quien tomo la interpretación principal, la intención de Galeen es demostrar «que los males de la muerte representados por Nosferatu no afectan a quienes los enfrentan sin temor» (Siegfried Kracauer. "De Caligari a Hitler. Una historia psicológica del cine alemán", Barcelona, Paidós, 1985, págs. 78-79). Pero más que sin temor, habría que subrayar el inmenso poder de la pureza, de la limpieza de alma. En este punto sí hay una efímera evocación a la novela de Bram Stoker.

8,1
36.657
10
9 de noviembre de 2014
9 de noviembre de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
No voy a hacer aquí consideraciones de carácter estético, metafísico y religioso, que son las que de verdad me interesan, acerca de esta imponderable obra maestra del cine occidental. Sólo las haré, muy breves, de carácter histórico. No se trata de señalar inexactitudes históricas en el guión, pues además de irrelevantes, el propósito de Bergman era refundir determinados episodios medievales, a fin de que el espectador se forme un juicio sobre el problema religioso-metafísico de la película. Lo logra con creces, pues todo es perfectamente verosímil, aunque altere la secuencia cronológica de tales episodios. Esa alteración es, en realidad, insignificante y despreciable en relación al propósito del director, y Bergman no sólo era muy consciente de ella, sino que no pretende engañar al espectador, sólo mostrarle un contexto histórico razonable y, como he dicho, verosímil.
Pero conviene precisar la alteración o alteraciones que hace. Sólo me referiré a tres episodios históricos: las Cruzadas, las procesiones de flagelantes y la Peste Negra. Los tres no se dieron nunca simultáneamente en el tiempo, salvo con una excepción: el brote de peste que hubo en Italia en 1259. Pero la acción transcurre en un pueblo de Suecia. Esto significa que la fecha en la que acaece la acción es 1349, es decir, el segundo año de la epidemia de Peste Negra, citada expresamente. Pero si esto es así, encaja el movimiento flagelante; lo que no encaja históricamente es la Cruzada. La última expedición contra los infieles tuvo lugar en 1309, cuando el papa Clemente V envió a un nutrido grupo de caballeros hospitalarios (Orden de Malta) a Rodas, a luchar contra los turcos. Pero ese año no hubo Peste Negra en Occidente, aunque sí hambre en Picardía, Países Bajos y el bajo Rhin. El último intento de Cruzada fue el de Felipe V de Francia en 1320, que fue un fracaso, pues no se llevó a efecto debido a la desautorización del papa Juan XXII. Pero no importa ni daña para nada el rigor de la cinta, pues el espíritu de Cruzada hacia Tierra Santa aún rondaba en el ambiente, si bien ya muy diluido.
El dato de la Peste Negra sí es muy exacto; incluso podemos situar la acción en las semanas anteriores al 1 de noviembre de 1349, festividad de Todos los Santos. Esta epidemia llegó a Escandinavia, aunque ya muy mermada. Asimismo, la terrible plaga desencadenó el mayor movimiento flagelante conocido, sobre todo en Alemania. El origen de este movimiento está en los monasterios italianos de Camaldoli (en la Toscana) y Fonte Avellana (en Las Marcas), donde por vez primera algunos monjes practicaron la autoflagelación en el decenio inaugural del siglo XIII. Las primeras procesiones de flagelantes tuvieron lugar en Italia, en Perugia, en noviembre de 1260. En 1261-62 se extendieron al sur de Alemania y al Rhin. Sabemos que procesiones de flagelantes pudo haberlas en Suecia por la bula del papa Clemente VI prohibiéndolas, bula que se remitió a diferentes arzobispados, entre ellos a alguno de Suecia. Ya para entonces las procesiones de flagelantes habían acentuado su carácter escatológico, milenarista e incluso revolucionario, aunque la película las ofrece más bien como se desarrollaron en 1260-1262.
Enrique Castaños
Pero conviene precisar la alteración o alteraciones que hace. Sólo me referiré a tres episodios históricos: las Cruzadas, las procesiones de flagelantes y la Peste Negra. Los tres no se dieron nunca simultáneamente en el tiempo, salvo con una excepción: el brote de peste que hubo en Italia en 1259. Pero la acción transcurre en un pueblo de Suecia. Esto significa que la fecha en la que acaece la acción es 1349, es decir, el segundo año de la epidemia de Peste Negra, citada expresamente. Pero si esto es así, encaja el movimiento flagelante; lo que no encaja históricamente es la Cruzada. La última expedición contra los infieles tuvo lugar en 1309, cuando el papa Clemente V envió a un nutrido grupo de caballeros hospitalarios (Orden de Malta) a Rodas, a luchar contra los turcos. Pero ese año no hubo Peste Negra en Occidente, aunque sí hambre en Picardía, Países Bajos y el bajo Rhin. El último intento de Cruzada fue el de Felipe V de Francia en 1320, que fue un fracaso, pues no se llevó a efecto debido a la desautorización del papa Juan XXII. Pero no importa ni daña para nada el rigor de la cinta, pues el espíritu de Cruzada hacia Tierra Santa aún rondaba en el ambiente, si bien ya muy diluido.
El dato de la Peste Negra sí es muy exacto; incluso podemos situar la acción en las semanas anteriores al 1 de noviembre de 1349, festividad de Todos los Santos. Esta epidemia llegó a Escandinavia, aunque ya muy mermada. Asimismo, la terrible plaga desencadenó el mayor movimiento flagelante conocido, sobre todo en Alemania. El origen de este movimiento está en los monasterios italianos de Camaldoli (en la Toscana) y Fonte Avellana (en Las Marcas), donde por vez primera algunos monjes practicaron la autoflagelación en el decenio inaugural del siglo XIII. Las primeras procesiones de flagelantes tuvieron lugar en Italia, en Perugia, en noviembre de 1260. En 1261-62 se extendieron al sur de Alemania y al Rhin. Sabemos que procesiones de flagelantes pudo haberlas en Suecia por la bula del papa Clemente VI prohibiéndolas, bula que se remitió a diferentes arzobispados, entre ellos a alguno de Suecia. Ya para entonces las procesiones de flagelantes habían acentuado su carácter escatológico, milenarista e incluso revolucionario, aunque la película las ofrece más bien como se desarrollaron en 1260-1262.
Enrique Castaños
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