You must be a loged user to know your affinity with QuiqueMeando
Críticas ordenadas por utilidad
Movie added to list
Movie removed from list
An error occurred

6,9
15.174
8
22 de enero de 2017
22 de enero de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Adrien Brody encarna a la perfección al prototipo de alma rota encerrada en una carcasa de normalidad. Sin embargo, la carcasa no siempre consigue ser efectiva y la implicación del personaje con las personas que le rodean se hace inevitable. A lo largo de la cinta, el espectador asiste a una función en la que los caminos de varias almas encerradas se cruzan en lo que parece una trabesía inexorable hacia el fracaso, hacia el hundimiento. Tony Kaye plantea entonces una pregunta doble: ¿es el fracaso el final o es un nuevo principio? El director consigue mantener la tensión de la pregunta hasta el último momento de la cinta mientras hunde el barco poco a poco con el espectador atado a su mástil, incapaz de abandonarlo. Con maestría cinematográfica y haciendo gala de estilo intercala las historias personales con la vida cotidiana en un instituto de un barrio bajo. Dichas historias personales motivarán la actuación de cada personaje en el gran teatro del día a día mientras el público tiene un plano global y asiste al desmoronamiento desde el palco, sin poder hacer nada y con lágrimas en los ojos. Juegos de color, apariencia y estructura documental y perfecta ejecución que dan a la película un baño existencialista y amargo desde el primer minuto sin que por ello se pierda el interés por lo contado en ningún momento. La forma de volcar el peso de las historias en la imagen, en lo puramente gráfico genera un juego de simbolismo e intuición en el que el público debe ir deduciendo el todo basándose en la parte mostrada. Además, supone un buen retrato del mundo de la enseñanza, la motivación de la docencia, la aspiración de cambiar las cosas y lo complicado que puede tornarse todo ello si el escenario es un barrio poblado de chavales llenos de conflictos (y conflictivos). Excelente interpretación por parte del elenco a la altura de un director igualmente acertado.

7,3
27.995
8
21 de enero de 2017
21 de enero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En la casa se citan las historias que reflejan la psicología en todos sus planos: la psicología externa y los patrones de comportamiento social; la psicología interna y los patrones de comportamiento emocional. François Ozon crea un juego de engranajes perfectos, planos superpuestos y tramas entretejidas. Confundiendo la realidad y la ficción, confundiendo al espectador y a los mismos personajes consigue explorar todas las posibilidades de una historia en apariencia sencilla. Pocas veces una trama tan simple esconde tantos callejones y tantos secretos. Sin adherirse por completo a ninguna de las historias planteadas, la película muestra cada una de ellas focalizando la atención cada vez en un elemento. Un rompecabezas tan complejo como asequible que ahonda en las relaciones humanas, las rutinas y la cotidianeidad y las frustraciones que tras ella se esconden. A través de pinceladas a caballo entre el expresionismo y el simbolismo se caracteriza a los personajes y a su evolución hasta llevar a cada uno de ellos a una encrucijada que no está sino en su propio interior. Además de esto, el largometraje se asoma al fascinante ejercicio de la escritura, siempre envuelto en misterio y siempre tan sugerente. Un ejercicio estilístico propio dentro de otro ejercicio sin que en la aventura se pierda esa esencia que siempre envuelve al cine francés. Totalmente recomendable.

7,3
81.779
8
20 de enero de 2017
20 de enero de 2017
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Excelente paisaje parisino donde la fotografía y los tonos de cada escena ponen de relieve el contraste de dos épocas. Un tributo, una oda a los artistas que poblaron la ciudad del amor en los años 20 y un mensaje sobre la aceptación, el sinsentido del presente, el pasado o el simple paso del tiempo. Una vez más, Woody Allen consigue engarzar cada gag con maestría y sencillez sin perder de vista el objetivo más profundo de la historia y el carácter filosófico que encierra. Por otra parte, la caracterización de cada artista constituye un retrato de una época y una psicología, un reflejo del arte compuesto por muchos reflejos. Sencilla, amena y muy bien traída.

6,2
5.811
8
5 de abril de 2025
5 de abril de 2025
Sé el primero en valorar esta crítica
Hasta qué punto la nostalgia justifica el regreso. Hasta qué punto los medios justifican el fin. A qué sabe tu comida favorita cuando el hambre solo resultó ser aburrimiento camuflado. Son muchos los interrogantes que se te pueden aparecer viendo Mufasa, sobre todo si creciste en los 90 y, por tanto, perteneces a lo que es, a todas luces, el público objetivo de la precuela de aquella tierna y contundente reinterpretación de Hamlet que no ha dejado de dar dinero a Disney desde el 94.
Será mejor ir contestando poco a poco. No fallan los ingredientes, no falla el proceso, no falla el punto de cocción, no falla, ni de lejos, la presentación y, casi, casi, casi, no falla el resultado. Entonces, ¿por qué este sabor agridulce? Quizás, como dice Sabina, al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver.
Desde el punto de vista narrativo, sin demasiados rodeos, el relato está justificado, es más que disfrutable y se gusta a sí mismo (cuestión básica a la hora de visitar un viejo universo: complejos, atrás). No hay cobardía en el ritmo, puesto que se recrea en cada una de las partes de la historia, que se desarrollan dentro de la extensión necesaria. La premisa es sencilla: durante una tormenta, Rafiki le contará a la pequeña Kiara todos los obstáculos que forjaron el carácter de su abuelo Mufasa, esos que, inevitablemente, le llevaron a convertirse en Rey León, sin ser él nada de eso. La excusa del flashback sirve de apoyo para intercalar en la estructura pequeños aliviaderos en los que Timón y Pumba deslizan su esperado humor, incluso rompiendo en varias ocasiones la cuarta pared. Como en toda buena precuela, tampoco se desaprovecha la ocasión de ampliar, aunque sea un poco, la mitología del universo del Rey León, no solo en el grueso del trayecto principal, sino también en otros trazados secundarios y atajos que aparecen. Desde la historia del no tan viejo Rafiki hasta la de la unión de Sarabi y Mufasa, pasando por detalles como el bastón del viejo mandril y, por supuesto, la mítica cicatriz de Scar. La aportación al lore es, por tanto, bastante reseñable, así que, aunque solo sea por eso, no se puede decir que esta historia se escribiese en balde.
De hecho, en cuanto al contenido, también se pueden extraer bastantes cuestiones de interés que quedan perfectamente encuadradas dentro de lo esperado, que no se alejan de las nociones básicas que el público infantil puede comprender pero que pueden resultar bastante más interesantes para los que fueron niños cuando el Jordi Cruz bueno iba de empalmada a presentar Club Disney. ¿Está el destino ya escrito? ¿De qué forma nos moldea nuestro propio camino? ¿Hasta qué punto tenemos poder sobre nuestra historia? ¿Cómo afectarán las decisiones presentes a un futuro que todavía no vislumbramos? Y, en una lectura política… ¿de dónde surge el poder? ¿Es un pacto social? Y, si lo es, ¿debido a qué? Sin ponerse pretenciosos, se pueden formular mil preguntas a medida que el metraje va avanzando. No en vano, la transformación de los dos personajes principales es enorme y, como en todo buen viaje del héroe, desde el rechazo de la llamada de la aventura, hasta el regreso convertido en otro ser totalmente distinto, hay mil estadios que hacen reflexionar sobre el tiempo, la identidad y, por supuesto, la influencia de la percepción y los sentimientos en nuestro propio camino. En resumidas cuentas, tampoco es una producción vacua en este sentido.
Pero llegamos al punto más controversial, que nos lleva a uno de los interrogantes iniciales: ¿hasta qué punto la técnica justifica un relato? Es cierto que Mufasa se salva por todo lo dicho, pero ¿qué sucedería si, como en otras ocasiones similares, la narración hubiera flaqueado? En una época en la que vadeamos un río de posibilidades técnicas infinitas, nos cuesta ver las corrientes para seguirlas y nadar con naturalidad. En esta ocasión, se mide cada plano, cada encuadre, el color de cada flor, cada mota de polvo que se levanta tras cada pisada y el diseño de cada poro de cada animal que aparece en pantalla. Visualmente, un espectáculo, pero no deja de haber quien dice que hay más de efecto que de cine real en la cinta. Quizás la narrativa sea como la cocina y no solo se trate de seguir la receta al pie de la letra, sino que también hay que añadirle el amor y el cariño que nunca vienen prescritos en las instrucciones. Quizás esa cierta sensación de vacío se deba a que en ocasiones esperamos un grado de más en una película que simplemente debe ser sencilla. O puede que los críticos tengan razón y solo sea la enésima apelación de Disney a la nostalgia y a las apuestas seguras, todo envuelto en una marisma de colores y prodigios técnicos. En cualquier caso, se debería tener mucho cuidado con esto, ya que la inclusión de una nueva historia no solo se afecta a sí misma, sino que modifica la visión de todo lo contado anteriormente y, si El Rey León era un 10, no deberíamos dejar que ningún productor de medio pelo viniera a sabotear nuestros inmaculados recuerdos.
Y llegamos aquí a la última pregunta, la que más me carcome: ¿hasta cuándo vamos a seguir consumiendo cualquier contenido que apele mínimamente a nuestra nostalgia? Supongo que es lógico que la industria intente seguir sacando jugo de una historia que marcó época, no es preocupante esa parte, pero no dejo de plantearme si, mientras apelan a nuestra infancia, están produciendo también historias de peso que marquen los días de los niños de ahora. En un tiempo en el que las nuevas tecnologías facilitan tanto la puesta en marcha de nuevos proyectos, es un poco agobiante pensar que tanta facilidad ha atrofiado nuestro ingenio y nos hemos quedado sin ideas genuinas y originales. Quizás, como las máquinas ya hablan como nosotros, estemos empezando a perder la palabra. A veces tengo la sensación de que no queda tanto como para que empecemos a preguntarle a la IA cómo eran las cosas cuando éramos jóvenes. De momento y mientras nos queden recuerdos, nostalgia con corte.
Será mejor ir contestando poco a poco. No fallan los ingredientes, no falla el proceso, no falla el punto de cocción, no falla, ni de lejos, la presentación y, casi, casi, casi, no falla el resultado. Entonces, ¿por qué este sabor agridulce? Quizás, como dice Sabina, al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver.
Desde el punto de vista narrativo, sin demasiados rodeos, el relato está justificado, es más que disfrutable y se gusta a sí mismo (cuestión básica a la hora de visitar un viejo universo: complejos, atrás). No hay cobardía en el ritmo, puesto que se recrea en cada una de las partes de la historia, que se desarrollan dentro de la extensión necesaria. La premisa es sencilla: durante una tormenta, Rafiki le contará a la pequeña Kiara todos los obstáculos que forjaron el carácter de su abuelo Mufasa, esos que, inevitablemente, le llevaron a convertirse en Rey León, sin ser él nada de eso. La excusa del flashback sirve de apoyo para intercalar en la estructura pequeños aliviaderos en los que Timón y Pumba deslizan su esperado humor, incluso rompiendo en varias ocasiones la cuarta pared. Como en toda buena precuela, tampoco se desaprovecha la ocasión de ampliar, aunque sea un poco, la mitología del universo del Rey León, no solo en el grueso del trayecto principal, sino también en otros trazados secundarios y atajos que aparecen. Desde la historia del no tan viejo Rafiki hasta la de la unión de Sarabi y Mufasa, pasando por detalles como el bastón del viejo mandril y, por supuesto, la mítica cicatriz de Scar. La aportación al lore es, por tanto, bastante reseñable, así que, aunque solo sea por eso, no se puede decir que esta historia se escribiese en balde.
De hecho, en cuanto al contenido, también se pueden extraer bastantes cuestiones de interés que quedan perfectamente encuadradas dentro de lo esperado, que no se alejan de las nociones básicas que el público infantil puede comprender pero que pueden resultar bastante más interesantes para los que fueron niños cuando el Jordi Cruz bueno iba de empalmada a presentar Club Disney. ¿Está el destino ya escrito? ¿De qué forma nos moldea nuestro propio camino? ¿Hasta qué punto tenemos poder sobre nuestra historia? ¿Cómo afectarán las decisiones presentes a un futuro que todavía no vislumbramos? Y, en una lectura política… ¿de dónde surge el poder? ¿Es un pacto social? Y, si lo es, ¿debido a qué? Sin ponerse pretenciosos, se pueden formular mil preguntas a medida que el metraje va avanzando. No en vano, la transformación de los dos personajes principales es enorme y, como en todo buen viaje del héroe, desde el rechazo de la llamada de la aventura, hasta el regreso convertido en otro ser totalmente distinto, hay mil estadios que hacen reflexionar sobre el tiempo, la identidad y, por supuesto, la influencia de la percepción y los sentimientos en nuestro propio camino. En resumidas cuentas, tampoco es una producción vacua en este sentido.
Pero llegamos al punto más controversial, que nos lleva a uno de los interrogantes iniciales: ¿hasta qué punto la técnica justifica un relato? Es cierto que Mufasa se salva por todo lo dicho, pero ¿qué sucedería si, como en otras ocasiones similares, la narración hubiera flaqueado? En una época en la que vadeamos un río de posibilidades técnicas infinitas, nos cuesta ver las corrientes para seguirlas y nadar con naturalidad. En esta ocasión, se mide cada plano, cada encuadre, el color de cada flor, cada mota de polvo que se levanta tras cada pisada y el diseño de cada poro de cada animal que aparece en pantalla. Visualmente, un espectáculo, pero no deja de haber quien dice que hay más de efecto que de cine real en la cinta. Quizás la narrativa sea como la cocina y no solo se trate de seguir la receta al pie de la letra, sino que también hay que añadirle el amor y el cariño que nunca vienen prescritos en las instrucciones. Quizás esa cierta sensación de vacío se deba a que en ocasiones esperamos un grado de más en una película que simplemente debe ser sencilla. O puede que los críticos tengan razón y solo sea la enésima apelación de Disney a la nostalgia y a las apuestas seguras, todo envuelto en una marisma de colores y prodigios técnicos. En cualquier caso, se debería tener mucho cuidado con esto, ya que la inclusión de una nueva historia no solo se afecta a sí misma, sino que modifica la visión de todo lo contado anteriormente y, si El Rey León era un 10, no deberíamos dejar que ningún productor de medio pelo viniera a sabotear nuestros inmaculados recuerdos.
Y llegamos aquí a la última pregunta, la que más me carcome: ¿hasta cuándo vamos a seguir consumiendo cualquier contenido que apele mínimamente a nuestra nostalgia? Supongo que es lógico que la industria intente seguir sacando jugo de una historia que marcó época, no es preocupante esa parte, pero no dejo de plantearme si, mientras apelan a nuestra infancia, están produciendo también historias de peso que marquen los días de los niños de ahora. En un tiempo en el que las nuevas tecnologías facilitan tanto la puesta en marcha de nuevos proyectos, es un poco agobiante pensar que tanta facilidad ha atrofiado nuestro ingenio y nos hemos quedado sin ideas genuinas y originales. Quizás, como las máquinas ya hablan como nosotros, estemos empezando a perder la palabra. A veces tengo la sensación de que no queda tanto como para que empecemos a preguntarle a la IA cómo eran las cosas cuando éramos jóvenes. De momento y mientras nos queden recuerdos, nostalgia con corte.

6,5
33.139
10
22 de febrero de 2025
22 de febrero de 2025
0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
De verdad, y con toda la buena connotación que pueda tener decir algo así: vaya asco. Al paso de La sustancia, adheridos a las múltiples facetas que surgen de su naturaleza poliédrica (por no decir de sus entrañas) van a salir odiadores y aduladores, como al paso de casi cualquier película que, por singular y genuina, esté destinada a convertirse en película de culto. Sin embargo, es innegable que, si todavía tienes el cuerpo lo suficientemente en su sitio como para poder pensar, son muchas las cuestiones que bañan esta obra de Coralie Fargeat.
En primer lugar, los tradicionales, los mesurados y los abogados de la sensatez y las buenas formas se preguntarán si un mensaje como el que lanza justifica unos medios como los que emplea. Aunque antes de eso habría que sopesar si realmente hay un fin en sí mismo, una reivindicación, detrás de todo el amasijo de vísceras y deformidades que muestra, o son dichas deformidades el propio fin. ¿Qué buscaba la autora? ¿Hacer una película desde el cerebro y el corazón para terminar aterrizando en los intestinos o rodar una cinta salvaje y excesiva en la que podamos encontrar, entre la masa viscosa de órganos, un corazón y un cerebro? El mero hecho de que apenas consigamos saberlo es ya de por sí una genialidad. Es difícil concluir si la pretensión era embalar un mensaje reivindicativo y necesario en una película que más pronto que tarde se zambulle en una extrañeza más propia del cine de serie Z o si simplemente buscaba recrearse en su propia naturaleza visceral y dejar que el hipotético mensaje se balancease en el paladar del espectador como un eco tangencial de lo ingerido.
En todo caso, la acusación sobre la cosificiación del cuerpo femenino es clara. De hecho, los velos de dicha denuncia se extienden hasta señalar la pretensión de una belleza y una juventud eternas a las que la sociedad actual, virtual y perfecta, nos quiere abocar. En una realidad en la que las conductas autolíticas entre adolescentes no paran de subir por culpa de la dismorfia que genera la comparación con los cuerpos perfectos de influencers y demás eruditos del fitness y la autosuperación, poner sobre la mesa un tema así, sea de la forma que sea, me parece necesario. Con todo, tampoco van a faltar quienes reprueben que, si lo que se buscaba era señalar la losa patriarcal que hunde a la mujer bajo una belleza obligada, no tiene mucho sentido la cantidad de minutos que se le dedica a planos de cuerpos esculturales y curvas perfectas. Por la misma causa se juzgó en su día a Félix Sabroso y a Dunia Ayaso cuando denunciaron en Los años desnudos lo abusiva que fue la época del destape para tantas y tantas actrices españolas. De todas formas, siempre ha sido difícil poner de relieve un problema sin mostrar el problema frontalmente. Se aprende viendo el error, se comprende viendo el fallo, se asimila dejándose caer en el abismo al que el mal enfoque te condujo, acusando el golpe y evocando el camino desechado. Una vez asumido eso, dictaminar si La sustancia abusa o deja de abusar de hacer del cuerpo femenino un escaparate es ya tarea de cada espectador. De hecho, puede que las distintas opiniones arraiguen más en la moral de cada cual que en un (por otra parte, imposible) análisis objetivo de la cuestión.
Narrativamente, el propósito es tenso en sí mismo, como en cualquier carrera en la que el enemigo sea el tiempo. Se nos advierte de su paso desde el primer minuto con ese bombo que pone un trasfondo perfecto, como si la sustancia corriese por las venas de la protagonista al ritmo del segundero. A partir de ahí, todo se vuelve más y más frenético en la carrera por la perfecció infinita. Y aquí no puedo renunciar a invocar al retrato del celebérrimo Dorian Gray, ya que son innegables los paralelismos entre la película que propone Fargeat y el mítico relato de Wilde. Ser eternamente bello y joven es imposible, a no ser que se pague un precio. Y el precio, como el guion deja claro (aunque no lo parezca entre tantas distracciones), no se abona con el cuerpo, sino con el alma. La juventud eterna es, en sí mima, una renuncia; una renuncia a la evolución, una renuncia a la exploración de lo que el paso de los años y el cambio de las etapas te traerá y, sobre todo, una asunción absoluta de un estancamiento, con todo lo que ello conlleva.
En la primera parte del metraje, la suerte se adivina exacta y equilibrada y ambas partes de la protagonista se avienen al turnismo que firman en el pacto inicial. Pero, como en todo buen planteamiento narrativo, toda grieta está abocada a convertirse en vacío. Y esta no es una película que renuncie en ningún caso a ninguna de sus posibilidades. La balanza comienza a desequilibrarse más pronto que tarde, pues es un hecho que, desde que dos elementos cualesquiera no son exactos entre sí, siempre habrá un Jeckyll y un Hyde, siempre habrá un bueno y un malo y, por supuesto, siempre habrá una oposición, un enfrentamiento y una sensación de que uno de los dos tendrá que entregarse para que el otro sobreviva. Y es aquí donde reside el error, repetidas veces advertido: no sois dos, sois una. Por tanto, ¿hasta dónde llegará esta carrera? ¿Hasta dónde las consecuencias? ¿Qué precio se llegará a pagar por ganar un premio en apariencia común? ¿Hasta dónde puede llegar la presión social, laboral y personal que puede sufrir una mujer solo por el juicio, constante hasta lo eterno, al que se ve sometida su apariencia física? Para conocer la respuesta habrá que ver la cinta, porque no sería recomendable, ni tendría sentido, pretender llegar con las palabras al extremo de asco y genialidad al que llega La sustancia.
Queda pues a discreción de cada cual disfrutar o sufrir esta película cruda, salvaje y, en el mejor sentido de la palabra, excesiva. Queda bajo su responsabilidad premiar o crucificar lo descarado de sus planos, lo acertado de sus metáforas visuales, lo desinhibido de su propósito y lo salvaje de su cierre. Qué asco, de verdad, una genialidad.
En primer lugar, los tradicionales, los mesurados y los abogados de la sensatez y las buenas formas se preguntarán si un mensaje como el que lanza justifica unos medios como los que emplea. Aunque antes de eso habría que sopesar si realmente hay un fin en sí mismo, una reivindicación, detrás de todo el amasijo de vísceras y deformidades que muestra, o son dichas deformidades el propio fin. ¿Qué buscaba la autora? ¿Hacer una película desde el cerebro y el corazón para terminar aterrizando en los intestinos o rodar una cinta salvaje y excesiva en la que podamos encontrar, entre la masa viscosa de órganos, un corazón y un cerebro? El mero hecho de que apenas consigamos saberlo es ya de por sí una genialidad. Es difícil concluir si la pretensión era embalar un mensaje reivindicativo y necesario en una película que más pronto que tarde se zambulle en una extrañeza más propia del cine de serie Z o si simplemente buscaba recrearse en su propia naturaleza visceral y dejar que el hipotético mensaje se balancease en el paladar del espectador como un eco tangencial de lo ingerido.
En todo caso, la acusación sobre la cosificiación del cuerpo femenino es clara. De hecho, los velos de dicha denuncia se extienden hasta señalar la pretensión de una belleza y una juventud eternas a las que la sociedad actual, virtual y perfecta, nos quiere abocar. En una realidad en la que las conductas autolíticas entre adolescentes no paran de subir por culpa de la dismorfia que genera la comparación con los cuerpos perfectos de influencers y demás eruditos del fitness y la autosuperación, poner sobre la mesa un tema así, sea de la forma que sea, me parece necesario. Con todo, tampoco van a faltar quienes reprueben que, si lo que se buscaba era señalar la losa patriarcal que hunde a la mujer bajo una belleza obligada, no tiene mucho sentido la cantidad de minutos que se le dedica a planos de cuerpos esculturales y curvas perfectas. Por la misma causa se juzgó en su día a Félix Sabroso y a Dunia Ayaso cuando denunciaron en Los años desnudos lo abusiva que fue la época del destape para tantas y tantas actrices españolas. De todas formas, siempre ha sido difícil poner de relieve un problema sin mostrar el problema frontalmente. Se aprende viendo el error, se comprende viendo el fallo, se asimila dejándose caer en el abismo al que el mal enfoque te condujo, acusando el golpe y evocando el camino desechado. Una vez asumido eso, dictaminar si La sustancia abusa o deja de abusar de hacer del cuerpo femenino un escaparate es ya tarea de cada espectador. De hecho, puede que las distintas opiniones arraiguen más en la moral de cada cual que en un (por otra parte, imposible) análisis objetivo de la cuestión.
Narrativamente, el propósito es tenso en sí mismo, como en cualquier carrera en la que el enemigo sea el tiempo. Se nos advierte de su paso desde el primer minuto con ese bombo que pone un trasfondo perfecto, como si la sustancia corriese por las venas de la protagonista al ritmo del segundero. A partir de ahí, todo se vuelve más y más frenético en la carrera por la perfecció infinita. Y aquí no puedo renunciar a invocar al retrato del celebérrimo Dorian Gray, ya que son innegables los paralelismos entre la película que propone Fargeat y el mítico relato de Wilde. Ser eternamente bello y joven es imposible, a no ser que se pague un precio. Y el precio, como el guion deja claro (aunque no lo parezca entre tantas distracciones), no se abona con el cuerpo, sino con el alma. La juventud eterna es, en sí mima, una renuncia; una renuncia a la evolución, una renuncia a la exploración de lo que el paso de los años y el cambio de las etapas te traerá y, sobre todo, una asunción absoluta de un estancamiento, con todo lo que ello conlleva.
En la primera parte del metraje, la suerte se adivina exacta y equilibrada y ambas partes de la protagonista se avienen al turnismo que firman en el pacto inicial. Pero, como en todo buen planteamiento narrativo, toda grieta está abocada a convertirse en vacío. Y esta no es una película que renuncie en ningún caso a ninguna de sus posibilidades. La balanza comienza a desequilibrarse más pronto que tarde, pues es un hecho que, desde que dos elementos cualesquiera no son exactos entre sí, siempre habrá un Jeckyll y un Hyde, siempre habrá un bueno y un malo y, por supuesto, siempre habrá una oposición, un enfrentamiento y una sensación de que uno de los dos tendrá que entregarse para que el otro sobreviva. Y es aquí donde reside el error, repetidas veces advertido: no sois dos, sois una. Por tanto, ¿hasta dónde llegará esta carrera? ¿Hasta dónde las consecuencias? ¿Qué precio se llegará a pagar por ganar un premio en apariencia común? ¿Hasta dónde puede llegar la presión social, laboral y personal que puede sufrir una mujer solo por el juicio, constante hasta lo eterno, al que se ve sometida su apariencia física? Para conocer la respuesta habrá que ver la cinta, porque no sería recomendable, ni tendría sentido, pretender llegar con las palabras al extremo de asco y genialidad al que llega La sustancia.
Queda pues a discreción de cada cual disfrutar o sufrir esta película cruda, salvaje y, en el mejor sentido de la palabra, excesiva. Queda bajo su responsabilidad premiar o crucificar lo descarado de sus planos, lo acertado de sus metáforas visuales, lo desinhibido de su propósito y lo salvaje de su cierre. Qué asco, de verdad, una genialidad.
Más sobre QuiqueMeando
Cancelar
Limpiar
Aplicar
Filters & Sorts
You can change filter options and sorts from here