Lo reconozco, no entiendo de cine. Y no crean que no hago esfuerzos por entender. Hace pocas semanas que me matriculé en un curso de doctorado sobre la obra cinematográfica de Stanley Kubrick. Porque quiero saber. Por ejemplo, quiero entender qué genialidad se esconde bajo una escena de casi treinta minutos en la que se acoplan un transbordador y una base orbital al son del Danubio Azul. Y, ya puestos, quiero entender qué mensaje onírico nos deja entrever David Lynch a través de una Carretera Perdida. O qué metáfora se esconde en la mente de Julio Médem cuando asistimos a la defecación de su Caótica Ana. Sí, lo sé, no debo mezclar churras con merinas. Pero confieso que desde mi reconocida ignorancia, tanto monta monta tanto. Todo me parece lo mismo, porque no entiendo de cine.
Quizás por eso, porque no entiendo de cine, jamás olvidaré la escena en la que Red encuentra la caja enterrada sobre la que su amigo Andrew Dufresne le había hablado cuando compartían una Cadena Perpetua. Y gracias a que no entiendo de cine, me encanta sentarme junto a Totó para contemplar el montaje que realizó su amigo Alfredo en aquel Cinema Paradiso. A mi cinéfila inopia le debo que todavía me emocione Gerry cuando le espeta al alguacil de un tribunal inglés que es un hombre libre y que saldrá por la puerta principal para seguir luchando En el nombre del padre. Obviamente, es mi rudeza en esto del celuloide la que explica mis lágrimas cuando el señor Belvedere se casa finalmente con su mujer, aquejada de Alzheimer, ante la atenta mirada de El Hijo de la novia. Y, por supuesto, porque no entiendo de cine, jamás, jamás olvidaré el curioso caso de Benjamin Button.
Será que esta ignorancia declarada me permite abstraerme de cuestiones más eruditas para poder disfrutar plenamente cuando me cuentan una buena historia. Esta lo es, desde luego. Pero no me hagan mucho caso. Debo confesar que yo no entiendo de cine.