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Críticas 3
Críticas ordenadas por utilidad
Críticas ordenadas por utilidad
23 de diciembre de 2024
160 de 208 usuarios han encontrado esta crítica útil
Tuve ocasión de ver “Parthenope” en la última edición del festival de cine italiano de Madrid. La votación del público le otorgó a la película una nota media de 8,7. Sobresaliente. Lo cual confirma que gustó. Y mucho. A mí, en cambio, me hizo la gracia justa; o sea, poca. No le niego los méritos. La fotografía, por ejemplo, es preciosista y subyugante. Posee una belleza y una potencia visual que deslumbra, incluso en los momentos en que se entrega al feísmo. Además, la cinta tiene en su haber escenas con una indudable potencia dramática, alguna incluso divertida. Pero el guion, en su conjunto, es un disparate, un despropósito entregado a la recreación de un microcosmos napolitano profundamente personal y de tintes barrocos, cuya exuberancia, aunque fascinante, acaba devorando cualquier posibilidad de coherencia narrativa y asfixiando a los personajes.

La primera víctima de esa apuesta es la propia Parthenope. Indudable la belleza de Celeste Dalla Porta, joven actriz que interpreta su primer papel protagonista. Durante dos horas y diecisiete minutos la cámara se pone a su servicio y le toma las hechuras con la intención de transformarla en objeto de deseo. Pero a mí, con todo, no logra seducirme. Y cargo las culpas de esa anomalía en el hecho de que Sorrentino, obsesionado con levantar un políptico de fantasmagorías extravagantes a mayor gloria de su particular universo estético, se olvida de poner en primer plano la arquitectura del personaje. La cosa resulta regular tirando a mal porque, Parthenope, paga ese descuido sufriendo de indefinición crónica. Al menos, a mí me lo parece. Todo en su conducta me resulta errático, caprichoso y vacuo. No alcanzo a comprender si alberga un propósito de vida, lo mismo que se me escapan las motivaciones de sus actos. Pasada media hora, o quizás antes, me deja de interesar su historia. Me resultan indiferentes sus deslices, ya sean heterosexuales o lésbicos, me agotan sus vaivenes existenciales y me hastían hasta el infinito sus vagabundeos por geografías impregnadas de olor a salitre. Llega un momento, incluso, después de sufrir un vía crucis de estaciones oníricas, en el que no me importa nada si consigue finalmente encontrarle respuesta a esa pregunta del millón -¿qué es la antropología?- que funciona como leitmotiv durante buena parte del metraje.

No soy de los que odian el cine de Sorrentino. Vaya por delante que disfruté mucho “La grande bellezza”. Pero en esta ocasión, no puedo alabarle el gusto. “Parthenope” es una película pretenciosa y abigarrada que no me toca la fibra. A ratos exhibe una solemnidad impostada y cargante que abunda en lo artificioso. Probablemente, gustará a los amantes de su cine. Y mucho. Paolo Sorrentino cuenta con un público fiel que celebra con entusiasmo sus ejercicios de estilo. Bien, nada que objetar. Me alegro de que lo disfruten. No es mi caso. A mí la película me resultó de digestión complicada. Por decirlo suavemente. Un ejemplo de cine que se recrea demasiado en sí mismo y acaba perdiendo de vista al espectador común.
6 de enero de 2025 Sé el primero en valorar esta crítica
En el mundo de la vampirología, el conde Orlok, vale también decir Nosferatu, es un contradiós expresionista de aspecto desgarbado, feo de solemnidad, orejudo, calvo y barbilampiño, que posee dos incisivos, afilados como agujas, con los que pincha vena para sangrar a sus víctimas. Así lo imaginó Murnau, padre de la criatura, consagrando en el celuloide un arquetipo que Werner Herzog respetó, cincuenta años después, en una revisión del mito caracterizada por su ritmo pausado -ojo con el eufemismo- y una austeridad cisterciense. Robert Eggers nos ofrece ahora una nueva versión; la tercera en la línea sucesoria. Arriesgando mucho en la caracterización del personaje, apuesta por romper con su imagen icónica para proponernos un vampiro cuyo aspecto remeda al de un antiguo noble transilvano de la época de Vlad Tepes, o, mejor sería decir, a lo que queda de él tras pasarlo por el pudridero unos cuantos siglos.

El argumento del Nosferatu odierno sigue casi al pie de la letra, con ligeras variantes, al clásico de Murnau, el cual, a su vez, plagiaba sin rubor, pero con mucho arte, el contenido de la celebérrima novela “Drácula” de Bram Stoker, que pasa por ser una de las piedras angulares, tal vez la principal, del ciclo vampírico. De todas las versiones cinematográficas dedicadas a tan particular maligno, la de Eggers resulta, sin género de dudas, la más oscura. En sentido literal, quiero decir. Las escenas diurnas resultan marginales y, cuando tienen lugar, se desarrollan, para más inri, en entornos neblinosos y grises de un indudable sabor romántico. Todo lo demás, o sea, la mayor parte del metraje, evoluciona bajo el imperio de la noche. El argumento se presta a que las sombras tomen mando en plaza; incluso, podríamos convenir, lo demanda. Eggers, desde luego, participa de esa creencia y, en consecuencia, aprovecha la corriente a su favor para concederles a sus nocturnos un protagonismo incontestable. Marca de autor, sin duda, a tenor de lo visto en sus anteriores trabajos. Tanto en “La bruja” como en “El hombre del norte” -dejo fuera de comentario “El faro”, por rarita e insufrible-, el director norteamericano ya demostró que le gusta rodar a tientas y que se mueve a sus anchas sobre escenarios donde la luz se diluye en oscuridades untuosas de mal augurio. Pero le faltaba un Nosferatu, o similar, para elevar esa querencia hasta el paroxismo. Ahora, ha cumplido el objetivo.

Con creces, me atrevería a decir, porque Robert Eggers, con ese talento que la naturaleza le dio para recrear atmósferas tenebristas, lóbregas e inquietantes, nos ofrece con “Nosferatu” una fantasía gótica que resulta impecable en su factura y muy meritoria en los aspectos técnicos y estéticos. Tanto la fotografía, como la elección de localizaciones o la recreación historicista de ambientes decimonónicos llevan la película a su nota máxima: sobresaliente. Sin embargo, pese a sus evidentes virtudes, la cinta adolece de una dependencia excesiva, obvia en ocasiones, de las fórmulas ensayadas por sus modelos cinematográficos. Pecado venial, si se quiere, pero pecado al fin y al cabo, porque, a la postre, tal dependencia, que apela tanto al encofrado argumental de los Nosferatu previos como a la imaginería rabiosa y delirante del Drácula de Francis Ford Coppola, obliga al espectador a lidiar con una recurrente sensación de déjà vu que resulta incómoda y fastidiosa. Tal vez, por culpa de ese obstáculo, la película, a pesar de su impecable factura formal, no consigue verse libre de la sombra de sus mayores ni dejar poso a largo plazo. Una lástima, porque Nosferatu, mito y figura, merecía una aparición de impacto más duradero después de cincuenta años criando malvas.
17 de noviembre de 2024 0 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
En 1872, Iván Turguéniev escribió “Aguas primaverales”. Se trata de un drama sentimental, de corte realista, cuyo argumento tiene como protagonista a Dimitri Sanin, un joven terrateniente ruso que se enamora de Gemma, una joven italiana a la que conoce en Frankfurt. Ella le corresponde y ambos deciden contraer matrimonio. A fin de obtener liquidez para hacer frente a los gastos de su nueva vida, Dimitri opta por vender las propiedades que posee en su tierra natal. Le ofrece la compra a María Nicolaevna, esposa de un antiguo compañero de escuela. María, mujer fascinante y turbadora, acepta valorar la oferta, pero entretiene la resolución del negocio varios días con la intención de seducir a Dimitri durante el compás de espera.

A finales de los años ochenta (1989), el director de cine polaco Jerzy Skolimowski llevó el drama de Turguéniev a la gran pantalla en una película que lleva por título “El año de las lluvias torrenciales” (“Torrents of spring”, en inglés). El proyecto trasladó al celuloide la novela del autor ruso recreando ambientes decimonónicos con una fotografía elegante de planos fijos que deja un cierto regusto a cine clásico. La película, digo, sigue el curso de la obra de Turguéniev de una forma lineal, aunque se permite omisiones y licencias no siempre acertadas. En general, resulta correcta en sus aspectos formales, pero adolece durante buena parte del metraje de una especie de apatía autocomplaciente que lastra el curso narrativo.

A mi modo de ver, la película despega y cobra un interés creciente a partir de la aparición en escena de María Nicolaevna, porque, como ocurre en la novela, ella llega para poner del revés, patas arriba, el orden previo de las cosas. Interpreta a María la hermosa actriz alemana Nastassja Kinski, que ya nos había enamorado encarnando a Tess, la melancólica y desgraciada Tess, en la película homónima de Roman Polansky. Turguéniev nunca hubiera podido imaginar que su María Nicolaevna cobraría una vida tan de veras, fuera de la letra impresa, por obra y gracia de una actriz en la flor de su talento. Nastassja Kinski se mete en la piel, en el alma y hasta en la cadena del ADN del personaje e incendia cada plano con una interpretación que hace de la seducción una materia maleable a su antojo. Su María Nicolaevna despliega en la pantalla una voluptuosidad ligera y antojadiza que convierte los devaneos con Dimitri, cuajados de miradas frívolas y tornadizas, en un juego tóxico, deliciosamente tóxico, capaz de volver del revés cualquier certeza. Pero si María Nicolaevna se nos muestra irresistible cuando coquetea con su joven amigo, resulta aún más cautivadora cuando le regala el cristal fino de sus confidencias, propiciando espacios de una intimidad furtiva en la que no caben terceros.

Hacia el final de la película, Skolimowski introduce algunas escenas inexistentes en la obra de Turguéniev. El baile en la boda de los gitanos, por ejemplo, es una de ellas. Los guionistas, entre los que figura en primer lugar el propio director, introducen ese episodio como preámbulo poético al encuentro carnal entre María y Dimitri. El añadido rezuma un romanticismo exótico, y funciona –funciona bien- a mayor gloria de Natassja Kinski, convertida, ya para entonces, en la protagonista indiscutible de la película. Protagonista y objeto de deseo, vale añadir. Quien viéndola bailar, desinhibida y sensual, no sienta por dentro la mordiente de la pasión es que no tiene sangre en las venas.

Encaja peor, mucho peor, otra de las escenas “inventadas”. A punto de consumir el metraje, Skolimowski nos obliga a sufrir durante cinco minutos una fantasmagoría onírica -maldita la gracia- con la que pone en juego su vena más surrealista. La secuencia es un delirio de difícil digestión que traiciona el ritmo, el aroma y el espíritu de una película concebida, hasta ese momento, como un melodrama romántico de época sin asomos de heterodoxia. Hay que pasar el trago, sin más, igual que se pasa un disgusto. Luego, recobrada la cordura, y, con ella, el hilo del relato, una voz en off nos informa del final de los personajes en la última escena.

“El año de las lluvias torrenciales”, en definitiva, es un melodrama de época, aderezado con sus pizcas de nihilismo y moralina, cuyo principal defecto, puestos a señalar uno, sería pecar de insulso. Albergo serias dudas de que las vicisitudes de los personajes, principalmente las amorosas, logren arañar, salvo muy superficialmente, el corazoncito del espectador común. La cinta no alcanza, ni por asomo, la altura emocional de películas como “Orgullo y prejuicio” o “Sentido y sensibilidad”, estas sí, capaces de lograr que se enternezca, incluso, ese tío Camuñas que todos llevamos dentro. “El año de las lluvias torrenciales” vuela a cota más baja, a ras de tedio con frecuencia. Los actores, como contagiados por esa deriva, mantienen a duras penas el tipo de sus personajes tirando de oficio, excepción hecha de Natassja Kinski, que nos regala una María Nicolaevna inolvidable de puro arrebatadora. Menos mal. Aunque solo fuera por ese mérito, la película merecería que le dedicáramos un rato de nuestro tiempo.
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