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8
30 de abril de 2025
30 de abril de 2025
57 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
Había mucha niebla —tóxica, mediática y emocional— alrededor de esta adaptación. Que si Darín no era Salvo, que si Netflix la iba a arruinar con su filtro de algoritmo globalizador, que si el cómic era demasiado argentino para funcionar fuera de Avellaneda. Pero aquí estamos: El Eternauta ha llegado. Y ha llegado bien. Muy bien.
Adaptar El Eternauta es meterse en un jardín lleno de trampas. La historieta de Oesterheld y Solano López no es solo un clásico del cómic, ni una obra cumbre de la sci-fi latinoamericana. Es —y sobre todo— un manifiesto emocional, político y cultural que vive en el ADN argentino. Conviene recordar el contexto: Oesterheld fue secuestrado y asesinado por la dictadura en 1977, como gran parte de su familia. Su obra es mucho más que una historieta: es testimonio, herida, legado y memoria colectiva.
Que Netflix y Bruno Stagnaro (el de Okupas, sí, ese) se hayan atrevido ya es una buena noticia. Que lo hayan hecho con respeto, potencia visual y sin rebajar su carga ideológica es mucho más que eso. Stagnaro no solo ha respetado la obra: la ha entendido.
Es una relectura fiel, con personalidad propia. Y no es poca cosa pasar del cómic a la televisión, adaptar y dar contexto actual a una historia que es mitad ciencia ficción y mitad herida nacional. El guion, trabajado por un equipo que incluye al nieto de Oesterheld, esquiva el costumbrismo barato y la grandilocuencia artificial para instalarse en ese raro espacio donde conviven el género y la memoria.
Buenos Aires no es solo el escenario: es un personaje más. La serie lo transforma en un espacio cargado de sentido, una ciudad herida que respira junto a los protagonistas, que sufre, resiste y acompaña. Ese entorno postapocalíptico no se limita a lo visual; amplifica los conflictos íntimos, aporta textura emocional y refuerza la sensación de encierro, amenaza y fragilidad. La ambientación, lejos de ser mero decorado, se convierte en parte activa del relato.
Frente al tono reflexivo y algo más contemplativo del cómic, Stagnaro imprime a la serie un clima de urgencia constante. Aquí los pequeños dramas se intensifican, se localizan y se agitan para que la historia fluya. La narrativa audiovisual exige movimiento, ritmo, y la serie lo entiende: se sacude la rigidez y busca un equilibrio entre emoción duradera y estímulo inmediato, sin perder profundidad en el camino.
Otra de las claves que acierta completamente es conservar es la visión coral del heroísmo. Aquí no hay un mesías o un líder solitario: hay grupo, hay comunidad. La supervivencia no depende del más fuerte, sino del más solidario. Y eso, en tiempos de individualismo rampante, es casi subversivo.
Darín, claro, está maravilloso. Convertirlo en Juan Salvo era una apuesta segura. No, mejor: una jugada inteligente. Da igual cuántas veces lo veamos con mirada grave y mandíbula apretada: sigue funcionando. Aquí encuentra el tono exacto: humano, vulnerable, sin épica impostada. Darín no interpreta: da testimonio. Está perfecto, pero el héroe es el grupo. El reparto coral ayuda: Carla Peterson, Ariel Staltari, Andrea Pietra o César Troncoso dan carne y verdad a personajes que nacieron en blanco y negro.
Visualmente, la serie no disimula sus limitaciones presupuestarias, pero las sortea con inteligencia. En lugar de grandilocuencia hollywoodense, opta por las buenas interpretaciones y la creación de atmósferas: la nieve mortal, el encierro, la paranoia colectiva... Todo transmite angustia, sí, pero también esperanza, resistencia y una profunda humanidad. Hay músculo en la producción, y la sensación global es de coherencia, compromiso y fe en la historia. Memoria, comunidad y ciencia ficción en clave nacional.
No existe una lectura neutra (ni falta que hace): la obra original ya apostaba por el compromiso social. En su momento, la invasión alienígena no era solo un recurso narrativo, sino que funcionaba como una metáfora del control, la represión y los golpes de Estado que marcaron el país, y también de la resistencia democrática entendida como algo colectivo. Nadie se salva solo.
La metáfora sigue funcionando y conecta con nuestra realidad más allá de su contexto original. Lo hace de forma global, cruzando el charco y traspasando fronteras a través de fenómenos como la pandemia, la DANA o el gran apagón del sur de Europa. Escenarios “apocalípticos” que demuestran que las respuestas más efectivas siguen viniendo de la solidaridad colectiva de la ciudadanía, no de los poderes con traje y sonrisa de CEO.
¿Está politizada? Sí, por supuesto. Igual que la obra original. Oesterheld hablaba de resistencia colectiva, de la importancia de lo común frente a lo individual, y esta adaptación recoge ese legado, lo respeta, lo adapta y lo actualiza. No es nostalgia: es legado activo. La serie está viva, respira y late con la historia. Y eso, en tiempos de algoritmos y contenido desechable, es casi una revolución.
Nota: B+
Adaptar El Eternauta es meterse en un jardín lleno de trampas. La historieta de Oesterheld y Solano López no es solo un clásico del cómic, ni una obra cumbre de la sci-fi latinoamericana. Es —y sobre todo— un manifiesto emocional, político y cultural que vive en el ADN argentino. Conviene recordar el contexto: Oesterheld fue secuestrado y asesinado por la dictadura en 1977, como gran parte de su familia. Su obra es mucho más que una historieta: es testimonio, herida, legado y memoria colectiva.
Que Netflix y Bruno Stagnaro (el de Okupas, sí, ese) se hayan atrevido ya es una buena noticia. Que lo hayan hecho con respeto, potencia visual y sin rebajar su carga ideológica es mucho más que eso. Stagnaro no solo ha respetado la obra: la ha entendido.
Es una relectura fiel, con personalidad propia. Y no es poca cosa pasar del cómic a la televisión, adaptar y dar contexto actual a una historia que es mitad ciencia ficción y mitad herida nacional. El guion, trabajado por un equipo que incluye al nieto de Oesterheld, esquiva el costumbrismo barato y la grandilocuencia artificial para instalarse en ese raro espacio donde conviven el género y la memoria.
Buenos Aires no es solo el escenario: es un personaje más. La serie lo transforma en un espacio cargado de sentido, una ciudad herida que respira junto a los protagonistas, que sufre, resiste y acompaña. Ese entorno postapocalíptico no se limita a lo visual; amplifica los conflictos íntimos, aporta textura emocional y refuerza la sensación de encierro, amenaza y fragilidad. La ambientación, lejos de ser mero decorado, se convierte en parte activa del relato.
Frente al tono reflexivo y algo más contemplativo del cómic, Stagnaro imprime a la serie un clima de urgencia constante. Aquí los pequeños dramas se intensifican, se localizan y se agitan para que la historia fluya. La narrativa audiovisual exige movimiento, ritmo, y la serie lo entiende: se sacude la rigidez y busca un equilibrio entre emoción duradera y estímulo inmediato, sin perder profundidad en el camino.
Otra de las claves que acierta completamente es conservar es la visión coral del heroísmo. Aquí no hay un mesías o un líder solitario: hay grupo, hay comunidad. La supervivencia no depende del más fuerte, sino del más solidario. Y eso, en tiempos de individualismo rampante, es casi subversivo.
Darín, claro, está maravilloso. Convertirlo en Juan Salvo era una apuesta segura. No, mejor: una jugada inteligente. Da igual cuántas veces lo veamos con mirada grave y mandíbula apretada: sigue funcionando. Aquí encuentra el tono exacto: humano, vulnerable, sin épica impostada. Darín no interpreta: da testimonio. Está perfecto, pero el héroe es el grupo. El reparto coral ayuda: Carla Peterson, Ariel Staltari, Andrea Pietra o César Troncoso dan carne y verdad a personajes que nacieron en blanco y negro.
Visualmente, la serie no disimula sus limitaciones presupuestarias, pero las sortea con inteligencia. En lugar de grandilocuencia hollywoodense, opta por las buenas interpretaciones y la creación de atmósferas: la nieve mortal, el encierro, la paranoia colectiva... Todo transmite angustia, sí, pero también esperanza, resistencia y una profunda humanidad. Hay músculo en la producción, y la sensación global es de coherencia, compromiso y fe en la historia. Memoria, comunidad y ciencia ficción en clave nacional.
No existe una lectura neutra (ni falta que hace): la obra original ya apostaba por el compromiso social. En su momento, la invasión alienígena no era solo un recurso narrativo, sino que funcionaba como una metáfora del control, la represión y los golpes de Estado que marcaron el país, y también de la resistencia democrática entendida como algo colectivo. Nadie se salva solo.
La metáfora sigue funcionando y conecta con nuestra realidad más allá de su contexto original. Lo hace de forma global, cruzando el charco y traspasando fronteras a través de fenómenos como la pandemia, la DANA o el gran apagón del sur de Europa. Escenarios “apocalípticos” que demuestran que las respuestas más efectivas siguen viniendo de la solidaridad colectiva de la ciudadanía, no de los poderes con traje y sonrisa de CEO.
¿Está politizada? Sí, por supuesto. Igual que la obra original. Oesterheld hablaba de resistencia colectiva, de la importancia de lo común frente a lo individual, y esta adaptación recoge ese legado, lo respeta, lo adapta y lo actualiza. No es nostalgia: es legado activo. La serie está viva, respira y late con la historia. Y eso, en tiempos de algoritmos y contenido desechable, es casi una revolución.
Nota: B+
7
5 de marzo de 2025
5 de marzo de 2025
21 de 25 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta miniserie nos lleva a Madrid en 1979, con un país todavía medio grogui tras la muerte de Franco y una policía que intenta adaptarse a los nuevos tiempos... o lo que ellos creen que son "nuevos tiempos". En el Madrid de 1979, en plena resaca de la dictadura, las estructuras policiales y sociales todavía tambalean entre el pasado y un futuro incierto.
La serie acierta de lleno con la caracterización del Madrid de finales de los setenta del siglo pasado, tanto en el centro urbano como en los barrios periféricos, llevándote a ese tardofranquismo que aún pesa en las calles. La fotografía refuerza ese realismo, mientras las tramas reflejan los conflictos sociales de una época en plena construcción: política, violencia, drogas… y cómo cada personaje los vive y percibe según el lugar que ocupa en una sociedad que avanza rápido y no espera a nadie.
En medio de ese caos controlado, aparece Clara Montesinos, una de las primeras mujeres policía en España, interpretada por Laia Manzanares. Y lo borda: su Clara es un cóctel perfecto de timidez y brillantez, cohibida pero con agallas, empeñada en hacer justicia aunque el sistema le ponga más piedras que una ruta de senderismo extremo.
Es algo más que un simple thriller policial. Hay historia, hay sociología, y hay mucho que decir desde las voces femeninas. Las tramas son sólidas y la ambientación de la época también, lo que conforma una sensacion de realismo donde los temas sociales, personales y policiales se entrelazan de una forma muy natural que consigue enganchar.
También aparecen varios clichés redundantes —corrupción policial, la pionera a contracorriente en un mundo de hombres, los "romeos" de Vallecas y las "julietas" del Barrio de Salamanca...—, o al menos nos lo puede parecer al mirar 1979 con los ojos de 2025. Pero, en general, el resultado es bastante coherente, sin forzar las costuras. Todo encaja, fluye y se disfruta mientras las piezas del puzle se van moviendo.
Mi valoración: B+
La serie acierta de lleno con la caracterización del Madrid de finales de los setenta del siglo pasado, tanto en el centro urbano como en los barrios periféricos, llevándote a ese tardofranquismo que aún pesa en las calles. La fotografía refuerza ese realismo, mientras las tramas reflejan los conflictos sociales de una época en plena construcción: política, violencia, drogas… y cómo cada personaje los vive y percibe según el lugar que ocupa en una sociedad que avanza rápido y no espera a nadie.
En medio de ese caos controlado, aparece Clara Montesinos, una de las primeras mujeres policía en España, interpretada por Laia Manzanares. Y lo borda: su Clara es un cóctel perfecto de timidez y brillantez, cohibida pero con agallas, empeñada en hacer justicia aunque el sistema le ponga más piedras que una ruta de senderismo extremo.
Es algo más que un simple thriller policial. Hay historia, hay sociología, y hay mucho que decir desde las voces femeninas. Las tramas son sólidas y la ambientación de la época también, lo que conforma una sensacion de realismo donde los temas sociales, personales y policiales se entrelazan de una forma muy natural que consigue enganchar.
También aparecen varios clichés redundantes —corrupción policial, la pionera a contracorriente en un mundo de hombres, los "romeos" de Vallecas y las "julietas" del Barrio de Salamanca...—, o al menos nos lo puede parecer al mirar 1979 con los ojos de 2025. Pero, en general, el resultado es bastante coherente, sin forzar las costuras. Todo encaja, fluye y se disfruta mientras las piezas del puzle se van moviendo.
Mi valoración: B+
Episodio

6,2
1.941
8
12 de abril de 2025
12 de abril de 2025
16 de 21 usuarios han encontrado esta crítica útil
De capítulo a cosmos
Después del brillante experimento que fue USS Callister, ese episodio de Black Mirror que jugaba a ser Star Trek sin pedir permiso, muchos nos quedamos con ganas de saber qué más podía ofrecer ese universo digital. Si The Orville logró hacerse un hueco, ¿por qué no imaginar un regreso del Callister? ¿por qué no una serie propia para expandir su universo?
Secuela con corazón (y cabeza)
No es la serie que pedíamos a gritos, pero tampoco es un simple apéndice: es una secuela en toda regla, con bastante más sustancia de lo esperado. “To boldly go where no one has gone before”, pero desde un campo de batalla digital: planetas hostiles, criaturas con reglas propias, y héroes virtuales que apenas logran seguirles el ritmo.
La historia no se limita a la acción: tiene alma, y eso se nota. Reflexiona con acierto sobre lo humano, lo virtual, el libre albedrío y los límites de lo real. En un mundo donde la línea entre lo digital y lo físico se difumina, Infinity nos recuerda que, al final, lo que realmente importa son las decisiones que tomamos y las conexiones que forjamos, sean virtuales o humanas.
Espíritu trekkie, esencia Black Mirror
Plantea dilemas éticos sin perder el ritmo ni el espectáculo, con referencias bien colocadas y una producción que apunta alto. No reinventa absolutamente nada, pero recupera ese espíritu trekkie que valora más las decisiones y los ideales que los efectos especiales o el envoltorio tecnológico.
Una propuesta que, sin hacernos estallar la cabeza, deja un regusto muy agradable. Un B+ merecido, con potencial para más si alguien se atreve a seguir explorando este rincón del código fuente. Y quién sabe… tal vez, en algún servidor remoto, aún suene la voz de mando: “Engage.”
Después del brillante experimento que fue USS Callister, ese episodio de Black Mirror que jugaba a ser Star Trek sin pedir permiso, muchos nos quedamos con ganas de saber qué más podía ofrecer ese universo digital. Si The Orville logró hacerse un hueco, ¿por qué no imaginar un regreso del Callister? ¿por qué no una serie propia para expandir su universo?
Secuela con corazón (y cabeza)
No es la serie que pedíamos a gritos, pero tampoco es un simple apéndice: es una secuela en toda regla, con bastante más sustancia de lo esperado. “To boldly go where no one has gone before”, pero desde un campo de batalla digital: planetas hostiles, criaturas con reglas propias, y héroes virtuales que apenas logran seguirles el ritmo.
La historia no se limita a la acción: tiene alma, y eso se nota. Reflexiona con acierto sobre lo humano, lo virtual, el libre albedrío y los límites de lo real. En un mundo donde la línea entre lo digital y lo físico se difumina, Infinity nos recuerda que, al final, lo que realmente importa son las decisiones que tomamos y las conexiones que forjamos, sean virtuales o humanas.
Espíritu trekkie, esencia Black Mirror
Plantea dilemas éticos sin perder el ritmo ni el espectáculo, con referencias bien colocadas y una producción que apunta alto. No reinventa absolutamente nada, pero recupera ese espíritu trekkie que valora más las decisiones y los ideales que los efectos especiales o el envoltorio tecnológico.
Una propuesta que, sin hacernos estallar la cabeza, deja un regusto muy agradable. Un B+ merecido, con potencial para más si alguien se atreve a seguir explorando este rincón del código fuente. Y quién sabe… tal vez, en algún servidor remoto, aún suene la voz de mando: “Engage.”
4
24 de abril de 2025
24 de abril de 2025
9 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Flying Lotus se atreve de nuevo con el largometraje y nos lanza al espacio profundo con Ash, un ejercicio de ciencia ficción atmosférica que busca ser intensa, existencial y estéticamente perturbadora. Y aunque lo intenta y le pone voluntad, acaba más cerca del “intento interesante” que del impacto real.
Eiza González se mueve por un planeta solitario lleno de cadáveres y malas vibraciones, hasta que aparece Aaron Paul, y uno no sabe si fiarse de él o salir corriendo. La tensión está ahí, pero nunca termina de explotar.
Lo mejor es lo sensorial: diseño sonoro inquietante, efectos visuales que a ratos hipnotizan, y una dirección que sabe crear mal rollo. Pero el guion se queda en un collage de referentes. Hay mucho de Solaris, algo de Aniquilación, toques de Under the Skin, un guiño a Alien… todo agitado en una coctelera. Y el resultado se deja beber, más o menos.
Hay ideas sugerentes, pero sin desarrollo. Hay momentos potentes, pero se diluyen entre simbolismos que parecen más confusión que profundidad. El resultado flota entre lo onírico y lo desconectado, dejándote en tierra de nadie, a medio camino entre la intriga y el aburrimiento.
Si eres fan del sci-fi experimental y estás dispuesto a navegar entre brumas, puede que encuentres algo que te atrape. El riesgo asumido de la película es un valor y envoltorio no está mal... Si buscas narrativa clara, emoción o personajes bien construidos y con alma, quizá este planeta no sea el tuyo.
Nota: C+
Eiza González se mueve por un planeta solitario lleno de cadáveres y malas vibraciones, hasta que aparece Aaron Paul, y uno no sabe si fiarse de él o salir corriendo. La tensión está ahí, pero nunca termina de explotar.
Lo mejor es lo sensorial: diseño sonoro inquietante, efectos visuales que a ratos hipnotizan, y una dirección que sabe crear mal rollo. Pero el guion se queda en un collage de referentes. Hay mucho de Solaris, algo de Aniquilación, toques de Under the Skin, un guiño a Alien… todo agitado en una coctelera. Y el resultado se deja beber, más o menos.
Hay ideas sugerentes, pero sin desarrollo. Hay momentos potentes, pero se diluyen entre simbolismos que parecen más confusión que profundidad. El resultado flota entre lo onírico y lo desconectado, dejándote en tierra de nadie, a medio camino entre la intriga y el aburrimiento.
Si eres fan del sci-fi experimental y estás dispuesto a navegar entre brumas, puede que encuentres algo que te atrape. El riesgo asumido de la película es un valor y envoltorio no está mal... Si buscas narrativa clara, emoción o personajes bien construidos y con alma, quizá este planeta no sea el tuyo.
Nota: C+
3
20 de abril de 2025
20 de abril de 2025
8 de 8 usuarios han encontrado esta crítica útil
Prometo solemnemente que veré Yellowstone. Lo juro por la hebilla del cinturón de Kevin Costner.
Pero mientras tanto, me atrevo con Nueva vida en Ransom Canyon, que no sé si pretende llenar su hueco, seguir su estela o simplemente rellenar parrilla sin hacer mucho ruido... ni mucho daño (aunque daño hace, ojo). La culpa es mía por hacerlo todo al revés.
Lo cierto es que la industria está para echarse a llorar. Cancelan series como Territorial (que sin ser una obra maestra era más que decente, y al menos entretenía) y nos plantan esto: una telenovela rosa vestida de western, con más sombreros que sentido, más vaqueras que tramas, y más caballos que diálogos decentes.
¿Que si tiene cosas buenas? Pues sí: los paisajes son bonitos, la gente es guapa (mucho, eso sí lo tiene) y las botas brillan. Pero eso también lo tenía Sensación de vivir y nadie la llamaba "western contemporáneo". Eso sí, hay un evidente esfuerzo en vestuario, peluquería y maquillaje (ironía).
El guión, si es que lo hay, cabe en una servilleta. Todo huele a cartón piedra emocional, videoclip country y novela rosa poco exigente con sombreros, vacas y caballos. Puedes pasar el rato y poco más... Si eso lo tienes claro, adelante. Si no, huye galopando y busca otra pradera.
Pero mientras tanto, me atrevo con Nueva vida en Ransom Canyon, que no sé si pretende llenar su hueco, seguir su estela o simplemente rellenar parrilla sin hacer mucho ruido... ni mucho daño (aunque daño hace, ojo). La culpa es mía por hacerlo todo al revés.
Lo cierto es que la industria está para echarse a llorar. Cancelan series como Territorial (que sin ser una obra maestra era más que decente, y al menos entretenía) y nos plantan esto: una telenovela rosa vestida de western, con más sombreros que sentido, más vaqueras que tramas, y más caballos que diálogos decentes.
¿Que si tiene cosas buenas? Pues sí: los paisajes son bonitos, la gente es guapa (mucho, eso sí lo tiene) y las botas brillan. Pero eso también lo tenía Sensación de vivir y nadie la llamaba "western contemporáneo". Eso sí, hay un evidente esfuerzo en vestuario, peluquería y maquillaje (ironía).
El guión, si es que lo hay, cabe en una servilleta. Todo huele a cartón piedra emocional, videoclip country y novela rosa poco exigente con sombreros, vacas y caballos. Puedes pasar el rato y poco más... Si eso lo tienes claro, adelante. Si no, huye galopando y busca otra pradera.
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